Hercus contempló el blanco rostro de aquella mujer. El cabello castaño lo tenía amarrado en un moño y dos mechones le caían a los costados de la cara de manera hermosa. Los ojos turquesa eran lindos. Su figura era delgada y más baja que él.
—Toma —dijo ella. Entregándole el pergamino—. Ábrelo.
Hercus desenvolvió el papel. Pero al hacerlo se encontró con unos grabados que no entendía. Su rostro se tornó serio y decaído. ¿Qué era lo que decía allí?
La desconocida comprendió al instante. Había pasado por alto ese detalle. Quizás lo había ofendido y humillado, sin querer. Sin embargo, había una manera de solucionar este asunto.
—No sabes leer, ¿cierto? —preguntó ella de forma apacible. Hercus negó con la cabeza. La extraña contempló las flores en sus manos. Le había dado un regalo, aun cuando quiso echarlo. Y pensó que se había marchado, pero se había quedado a esperar lo que estaba por pedirle—. Para conseguir lo que está ahí. Primero debes saber lo que dice.
—Comprendo. Yo… —dijo Hercus. Se las arreglaría para descifrarlo.
—Es por eso que te enseñaré a leer y a escribir —dijo ella de forma imperativa, pero con tacto—. Ven aquí cuando puedas. En los días siguientes. Así también podré tratar tus heridas hasta que sanen por completo. De esta manera, saldarás tu deuda conmigo.
Hercus contuvo su alegría al oír esas palabras. Sus piernas y sus manos querían saltar por si solas. Su corazón revoloteó como nunca antes de la emoción de poder seguir viéndola.
—Le agradezco por enseñarme, maestra —dijo Hercus, contento. Intentó acercarse a ella, pero se detuvo al instante al caer en cuenta de que no eran cercanos. Era algo indebido.
—Heris —dijo aquella extraña, respondiendo la pregunta que le había hecho él y que había quedado flotando en el aire. Extendió su diestra, ofreciéndole su mano—. Ese es mi nombre.
Hercus correspondió el gesto al instante. Sus parpados se ensancharon un segundo ante el tacto. Esa sensación tan fría, como de estar agarrando un témpano de hielo, era parecida a lo que había experimentado al sostener a la persona que vestía de blanco, antes de desmallarse. Era ella a la que había visto antes de caer, pero no eran iguales. Sonrió de manera tensa y leve. Por fin sabía cómo se llamaba la herbolaria. Su salvadora, y ahora, su maestra. Pero mantuvo a raya su felicidad y se mostraba serio. Después de haber sido perseguido hasta el cansancio por esas criaturas aterradoras, había llegado a su destino. Lo podía sentir en su pecho. Era Heris.
—¿Conoces el camino de regreso? —preguntó Heris. Hercus meneó su cabeza—. Él sí. —Señaló a Heos—. Síguelo. Y para su protección. —Estiró su brazo derecho y un búho pardo emergió volando de las copas de los árboles y se reposó en ella—. Él los mantendrá a salvo de vuelta. En lo posible, evita las bestias. Hay muchas otras criaturas allí afuera que son demasiado peligrosas. Como te habrás dado cuenta, hasta las más pequeñas podrían matarte.
Hercus supo que se refería a la picadura de la avispa, la que se había olvidado por completo. Llevó su mano a su cuello y no sintió nada fuera de lo común.
—No hay nada.
—Fue la primera en desaparecer. Después de todo, ya han pasado dos días desde que estuviste inconsciente —comentó Heris, para darle a conocer esa información. Era relevante que lo supiera.
—¿Qué? —exclamó Hercus, sorprendido.
¿Tanto había estado durmiendo? No había preguntado nada de eso, porque se había sentido como una corta siesta que no había durado mucho. Debía volver rápido al pueblo para que su hermano y su madre supieran que estaba bien y vivo. Luego de haber pasado este tiempo, era posible que lo dieran por muerto. El búho se posó el hombro de Hercus, en calma, como acostumbrado a tratar con las pesonas.
Heris buscó una mochila que estaba guardando en un escondite y se la entregó con pan, queso y otros pequeños bocadillos para el camino. Al igual que el odre, de nuevo lleno con agua limpia y pura.
—Debes irte —dijo Heris con serenidad.
—Volveré pronto. Muchas gracias por todo, Heris…
Hercus caminaba por los senderos del bosque. Heos era su guía. No dejaba de pensar en Heris. Sacudió su cabeza. Apuró el paso, aun con su pierna lesionada. Al subir, muy a lo lejos, observó a los dos leones con sus leonas y sus cachorros. Anduvo con más sigilo y se distanció lo antes posible. Luego de muchos minutos llegó a la parte del bosque que conocía. Se detuvo un instante para tomar agua del odre que había sido llenada por Heris. Ella era muy amable y hermosa. Sabía usar plantas medicinales, leer, escribir y podía controlar a las lechuzas y a los búhos. Era bella, pero singular y muy extraña. No se le ocurría por qué alguien tan linda y letrada como ella había decidido vivir en esa zona de la selva. En verdad, ¿quién era Heris? Parecía ser alguien demasiado peculiar y excéntrica, muy distinta a todas las demás mujeres. Después de estar mucho tiempo vagando por el bosque. Divisó un arroyuelo, donde siempre pescaba. Preparó su arco y sus flechas. Se quedó inmóvil y apuntó con su ojo concentrado en los peces. Separaba sus manos para soltar las saetas que atrapaban a los peces desprevenidos. Al tener una cantidad suficiente, los cargó de manera artesanal usando un lazo improvisado con las lianas de los árboles. Por fin pudo divisar al pueblo de Honor. Se admiraba el montón de construcciones y las granjas separadas, los humos de las chimeneas y los inmensos campos de cultivos. De nuevo había vuelto a su hogar. Herick lo esperaba sentado al frente de la casa, cagando a su gato marrón. Cuando lo vio llegar se abalanzó sobre él, para darle un fuerte abrazo, mientras lloraban de la alegría. El búho alejó volando y se posó sobre el techo de la choza, detallando lo que pasaba con sus grandes ojos.
—Sabía que regresarías, hermano —dijo Herick, entre sollozos—. Aun cuando todos decían que había muerto. Siempre supe que volverías.
Editado: 16.07.2024