—Como usted diga, distinguido señor… ¡Prepárenlo!
Los pueblerinos miraban, absortos y sin poder creer lo que pasaba. El señor Royman que siempre se mantenía ocupado también había salido, en compañía de su hija, Lara, y sus empleadas. El mensaje fue llevado hasta los padres de Hercus, la señora Rue y el señor Ron, y los demás ancianos. El corpulento Axes, con su hacha en mano, estuvo a punto de masacrar a los soldados. Pero confiaba en que Hercus podía liberarse. Estaba seguro de que él solo no quiso derribarlos. Zack y sus hermanos sonreían de felicidad. Mientras que Lysandra y el chico al que Hercus había salvado del león no podían creer que de verda fuer a ser ejecutado así tan de repente.
El guardia desenvainó su espada, que cantó al sacarla de la funda. Hercus solo miraba, siendo forzado por su nuca, para exponer su cuello. Se resistía e intentó levantarse. Pero los demás soldados se unieron a la contienda. Lo patearon en el estómago con la punta de la bota, cubierta de metal. Su respiración se hizo pesada y compleja.
—¿Por qué tiene tanta fuerza este campesino? —exclamó uno de ellos. Era como estar tratando de someter a un toro o un caballo furioso.
—Solo encárgate —contestó otro, apurado.
Entre todos ellos pudieron inclinarle la cabeza. Tensó la mandíbula y dobló la cara. Su corazón estaba acelerado y ofuscado por el repentino acontecimiento. Su torso se inflaba y se comprimía a gran velocidad. Por instinto, su cuerpo desató percepción lenta, nada más para contemplar su ejecución. En nombre de la reina iba a ser decapitado. En verdad, la soberana y la mujer que más admiraba en este mundo le iba a dar muerte de una forma tan injusta y lamentable. No, no, no. Era inconcebible. El hielo y la escarcha de la reina lo había salvado de los cocodrilos en el río. Aun, a punto de perder de la vida, no pensaría de esa manera de su soberana. Si era el designio de su majestad, podía estar tranquilo en su deceso. Sin embargo, ¿esta era el decreto de su alteza real? No lo aceptaba, se negaba a creerlo. Deseaba que la monarca a la que tanto admiraba por su valentía y hazañas de guerra, expusiera su auténtico juicio. Mas, eso era algo imposible de ocurrir en este mundo para un humilde campesino y un simple plebeyo que no podía aspirar a cosas más grandes. En su reflexión pudo percibir como hubo silencio que fue roto por un grito desgarrador de su madre en la distancia. No quería que nadie lo vieran perecer de esta forma tan abrupta, sin honor, ni gloria. Todavía no había logrado nada. Ni siquiera había conocido a la soberana que tanto idolatraba. Aunque fuera de lejos, le hubiera gustado verla, al menos una vez.
—Reina Hileane —susurró Hercus, casi de manera imperceptible hasta para el mismo.
Las oscuras pupilas oscuras de Hercus se dilataron y al estar así de cerca a la muerte, observó como el cuerpo del soldado comenzó congelarse, hasta quedarse inmóvil, convertido en un instante en una estatua de hielo blanca. La brisa de la ventisca y la nieve aumentó su ímpetu, calándole los huesos del frío que lo quemaba como fuego ardiente.
Los que lo sostenían intentaron correr, pero en su carrera se convirtieron en esculturas gélidas que se rompieron en al impactar contra el piso, como frágiles figuras de cristal. Los numerosos trozos de hielo quedaron alrededor de Hercus, con los detalles de la apariencia de esos hombres, al ser esculpidos vivos. Era un acto aterrador y espelúznate. No había sangre, ni nada. Era algo antinatural. Hace pocos segundos estaban vivos. Pero habían muerto en un instante, sin poder hacer nada.
En medio de Honor, abrazados por escarcha emergió una sección militar de cuarenta guardias, más un trío de líderes. Se habían posicionado en dos filas, con impresionantes y relucientes armaduras, con escudos demasiado grandes que reposaron sobre la tierra. Tenían yelmos puestos, que no les dejaba ver la cara. Los de la parte derecha portaban espadas largas y los de la derecha lanzas de gran longitud. Solo tres de ellas, que eran más robustas y altas, y que estaban a la cabeza, se habían presentado sin sus cascos. Las dos de atrás tenían cuernos de guerra, a los que hicieron sonar al instante, añadiendo un fondo bélico y aterrador, que causaba una sensación aún más espantosa a lo que recién había pasado.
El noble Orddon Pork se asustó al verlas. En ese momento, todo el pueblo de Honor se había reunido y se asomaba de sus casas y tiendas. Hasta los perros, aves, gatos y cualquier otro animal cercano. La señora Rue y el señor Ron habían respirado aliviados de que no mataran a su hijo. Pero quedaron petrificados al presenciar, como ese grupo de personas habían emergido de la nada, cubiertos por polvo brillante regado en el aire.
—La guardia de… —El noble Orddon no pudo seguir hablando, porque la escarcha le selló los labios.
—¡Pueblo de Honor! ¡Ciudadanos de esta prospera, rica y fértil nación! —dijo la comandante a gran volumen—. ¡Humíllense ante la suprema, magnánima, perfecta y celestial soberana de Glories! Aquella bendecida por los espíritus etéreos y a la que la misma naturaleza se rinde ante sus dotes. A la que es capaz de controlar el clima y doblegar las ventiscas y la escarcha. En este mundo no hay nadie por encima de ella, porque no tiene igual, ni por reyes o príncipes. A la que fue presagiada por los sabios y videntes desde muchos años atrás. La bruja de hielo de la profecía. Inteligente, sobrenatural, poderosa e inalcanzable. La mujer más bella, hermosa y preciosa, sin comparación alguna. La primera en su nombre y quien es la vida y la muerte, la fortuna y la riqueza, la gloria, el orgullo, la honra y la más noble… La ley, la corte… ¡La verdad! ¡Lo real! Arrodíllense ante su majestad, ¡Hileane, de la casa Hail!
Hercus atestiguó como el noble y las comandantes de la guardia se arrodillaron, con su cabeza gacha. Los siguieron desde los niños hasta los más ancianos, incluso animales, se postraron. Incluso, el enorme Axes, que era gigantesco. La ventisca se desató en el centro del pueblo, tanto que la tormenta de nieve tenía la fuerza como para hacerlo retroceder. Tuvo que templar su cuerpo y proteger su cara con su brazo, ante la vehemencia de la ventisca que soplaba. Los copos de hielo, parecían diminutos cuchillos con hoja afilada que le cortaban la piel. Puso su frente en el polvo. La tempestad tumbó los objetos de las estanterías, baldes, barriles, desarmó las tiendas menos trabajadas y cualquier cosa ligera que no estuviera sujeta se elevó en un torbellino.
Editado: 16.07.2024