—Habitantes de Glories… De la ciudad real, del pueblo de Honor y de todas las provincias que me escuchan —dijo una voz contudente, con un acento refinado y pulcro de manera lenta y sin forzar su tono. A pesar de ello, cada persona, desde la más cercana hasta la más lejana, podía oírla con claridad debido a la magia que estaba utilizando—. El asunto que ha ocurrido hoy, en este día, es menester atenderlo de manera directa, pues necesita de mi presencia para ser resuelto.
Hercus se mantenía incapacitado de levantar su rostro. Los agudos tacones de su majestad parecían estar caminando sobre un piso, en vez de suelo. Divisó los pliegues del vestido morados, cerca de él, siendo ese color el único que la realeza podía vestir. Tenía bordados de copos de nieve y era tan brillante al ser bañado por escarcha mágica que resplandecía entre azul y blanco. Su majestad estaba al frente de él y presenció, como en verdad, la tierra fue cubierta por una superficie de cristal, azulada, que lo rodeó. Necesitó desplazarse a gatas para subirse y no ser atrapado. Ni siquiera con la peor ventisca había sentido tanto frío, como el que lo abrigaba ahora con vehemencia. Sus huesos estaban cristalizados y sus músculos estaban rígidos. Sus brazos y sus piernas, comenzaron a congelarse. Alzó la cabeza, pero sin levantar su mirada. La nieve blanca que se acumulaba también decoraba el suelo de forma precipitada.
El sol impetuoso y ardiente había sido ocultado por las nubes grises y oscuras que tenían el cielo de tinieblas de una manera caótica y sobrenatural, como rindiéndole tributo a esa bruja tan majestuosa y magnánima que había aparecido en medio de la escarcha.
—A todos los que me oyen. Incluso los nobles, a la corte y al consejo —dijo su alteza real de manera elegante y refinada. Hercus jamás había escuchado tan sutil y linda. Pero que, al mismo tiempo fuera tan imperativa y dominante—. Tal parece que el paso de los años os ha hecho olvidar. Es por eso que me he tomado la molestia de recordarles. —Hercus oyó como su monarca caminaba con lentitud a través del espacio disponible, pues lo demás estaba lleno de gente, postrada y temblando de miedo—. Tened cuidado cuando se refieran a mí y mucho más cuando digan mi nombre. Salvo cuando me rindan oraciones o me enaltezcan. Pues cada vez que lo hacen, me están invocando… ¡Soy una bruja! Si me llaman, puedo verlos y oírlos. De ahora en adelante, cualquiera que lo haga en vano o para hacer un falso designio… Morirá. Solo clamen a mí cuando esté en peligro inminente, momentos de crisis o cuando sean amenazados. Si lo merecen, serán salvos, y si no… Morirá.
Hercus sintió la presencia de su majestad de nuevo al frente de él. Estaba paralizado del susto. Se acordó de todas las veces que pronunciaba el nombre de su majestad. Por suerte había sido por razones permitas. Por poco y se desmaya del susto de pensar que podía ser castigado por ella. Exhaló, tranquilo. Además, tenía el inmenso deseo de inclinar la cabeza y verla, aunque sea por un instante.
—He escuchado de un rumor que hay sobre mí —dijo la reina. Su voz no evidenciaba ninguna emoción. Ni enojo, ni rabia. Era un tono fuerte y superior, pero que se mantenía inexorable. Impermutable—. Y lo confirmaré. Aquel que me vea al rostro y a los ojos… Morirá. Se convertirá en una estatua de hielo al instante. Nada más que yo se lo permita hacerlo. Excepto, mi hija, la princesa Hilianis, la guardia real y mis sirvientes del castillo.
Las mujeres y personas adultas emitían sollozos. Los niños lloraban y los más prudentes se mantenían en un perpetuo silencio. Los animales habían salido a esconderse, a excepción de Heos y Gleus. Los perros que habían atacado a su mascota también habían sido ahuyentados.
La declaración de la reina de hielo hizo que Hercus se mantuviera al margen de su imprudente impulso que había pensado en realizar. Ya no podía siquiera mirarla, aunque fuera por el corto instante de lo que dura un parpadeo, porque quedaría petrificado.
—Sabiendo esto —prosiguió la monarca—. Haré muestra del castigo que llaman a mí y usan falso testimonio con mi nombre. El maestre aquí presente ha dicho esto…
Hercus notó un ruido extraño que estaba arriba de él. Era como el sonido del cristal, abrazada por una leve ventisca. Luego, se pudieron apreciar los pasos pesados con armadura.
—Pueden alzar sus cabezas —dijo la comandante de la guardia real.
Hercus lo hizo por instinto. Frunció el cejo al ver lo que estaba allí. Había varios enormes espejos de cristal esparcidos en todo el pueblo, para que cualquiera pudiera observar, junto a un extraño objeto parecido a una trompeta. Dentro, pudieron apreciar la escena que había ocurrido con el noble Orddon, cuando fue acusado de ser un ladrón. Allí estaba él, el interior de ese extraño y mágico diseño. Entonces, aquel dibujo empezó a moverse tan nítido y colorido.
—Es claro. La sentencia por robar a un noble… Es la muerte —La voz de Orddon Pork resonó a través del otro raro artefacto—. Decapítenlo. Así aprenderán que no deben usurpar las cosas de los servidores públicos, parte del consejo de su majestad y azoten al otro. Que sea un mensaje para todos los plebeyos. En nombre de la reina Hileane.
Hercus contempló como la reina había sido custodiada por sus guardias, para que nadie la viera.
—Yo soy la corte—dijo su alteza real de modo imperativo y severo—. En mi presencia, se llevará a cabo un nuevo juicio.
—Maestre Orddon —dijo la líder de los custodios—. Su majestad pregunta si este ciudadano le ha robado.
El ilustre Orddon Pork fue liberado de la escarcha en su boca. Temblaba de miedo por lo que había hecho. Pero no había evidencia de lo que había hecho. Y no había manera de la reina creyera más en la palabra de un sucio y rastreo plebeyo, que en la de un Maestre, miembro del consejo político. Sonrió con confianza. Aún podía salir bien librado de todo este asunto. Solo necesitaba mantenerse firme en su postura. Hincando y con la cabeza gacha, realizó su intervención.
Editado: 16.07.2024