Hercus se había puesto la capucha, para proteger su rostro. Así, a los veintiséis años de vida, por fin pudo ingresar a la ciudad real. Era difícil para un plebeyo lograr hacerlo. Lo podían hacer los escuderos o sirvientes de los nobles. Desde el primer instante quedó asombrado por la marcada diferencia en la arquitectura en comparación con el humilde pueblo de Honor. Las estructuras eran más finas y lujosas, con suelos de piedra que destacaban la elegancia de cada rincón. Las personas, ataviadas con atuendos más limpios y trabajados, caminaban con gracia por las calles perfumadas, creando un contraste notorio con la sencillez de Honor. Los puestos de las tiendas y las plazas eran amplios. En las calles, se encontraban diversas edificaciones, desde escuelas hasta baños públicos, que reflejaban la sofisticación y la infraestructura bien planificada. Muchas eran construcciones de gélidas, otorgadas por su majestad. La atención a los detalles arquitectónicos evidenciaba un nivel superior de vida y un cuidado meticuloso en cada aspecto. Si embargo, a lo lejos, destacaban dos estructuras imponentes que capturaban su atención: el coliseo de hielo, donde se llevarían a cabo los juegos de la gloria, y el majestuoso castillo de cristal, que se erguía como el epicentro de todo Glories y la morada de la misma reina con su hija, la princesa, las doncellas y los súbditos. Todo allí se vislumbraba y resonaba con un nivel de pulcritud y refinamiento que dejaba claro que estaba en un lugar diferente.
Vidwen les regaló algunos versos para alivianar al ambiente tenso que se había originado. Los nobles los veían con cierto desdén y por encima del hombro. Los susurros no se hicieron esperar. En realidad, eran más los visitantes de media y baja cuna, los que se habían aventurado a los juegos de la gloria. Los plebeyos de otras provincias, tribus y reinos solo habían asistido para atender a sus amos. Pero no para participar. Por lo que, todo el lugar estaba inundado de la baja nobleza, los caballeros, que eran los que más se dedicaban a los deportes y a las prácticas de la batalla.
—¿Son plebeyos? —se preguntaba la gente.
—Ni siquiera tienen una bandera o un estandarte. Son campesinos.
—Huelen a estiércol de vaca y a tierra.
—Ese carro es de un mercader.
—Son de marca negra. Parecen muy pobres.
—Mira su ropa, tan vieja y desgastada. Están todos sucios. —Eso lo dijeron más Brastol y sus compañeros herreros, así como por los zapateros y las gemelas artesanas Lasnath y Lesneth.
—Ya me siento un poco presionado —comentó Vidwen. Allí había puros nobles, por el amor a los espíritus.
Lara tomó la parte superior de su vestido. Era una mercadera y se había echado su mejor perfume.
—No los escuches —dijo Herick, como mediador dentro de la galera. Axes solo gruñó.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Lysandra, que también se había ofendido por los murmullos.
—Ganar —dijo Herick, en un atisbo de sabiduría—. Imagina que plebeyos y una mercadera ganen los juegos. —Sonrió con diversión—. No hay más humillación para los de azul, que ser vencidos por los de marca negra, y que nosotros seamos superiores.
Axes gruñó y el ambiente entre los demás jóvenes se alivianó.
Hercus escuchó la conversación y asintió con satisfacción por como lo había manejado. Entonces, se bajó el gorro de la cabeza, para exponer su cara. De inmediato, varias chicas de la nobleza, junto con amigas, hermanas y sus sirvientes lo observaron con admiración, mientras avanzaba a caballo.
Las miradas de las muchachas de marca azul, de baja, media y alto estrato, no podían apartarse del atractivo del joven, y aunque era un campesino, su belleza era innegable. Las nobles suspiraban ante su presencia y le dedicaban miradas furtivas. Incluso los nobles varones no podían evitar admirar la gracia natural de Hercus. Los murmullos de desprecio fueron cambiados un poco por parte de las damas al ser embelesadas por la masculinidad y seriedad del plebeyo que andaba a caballo.
—Lo quiero para mí —dijo una.
—Lo volveré mi sirviente privado, para que me atienda por las noches —comentaron las más atrevidas.
—Y de día también. —Siguieron la corriente.
—Él sería mi mejor regalo de cumpleaños. Le diré a mi padre que lo compre.
—No. Será mío.
—Lo aparto para mí.
—Es mío.
El sol al instante fue ocultado por las nubes y una fuerte ventisca sopló por la ciudad real, molestando a las mujeres nobles, haciendo que se resguardaran. Las muchachas del pueblo de Honor, que habían escuchado los susurros, les dedicaron miradas asesinas a los otros grupos de rivales.
La llegada de una comunidad de campesinos a la ciudad real no solo despertó el interés de la nobleza, sino que su presencia atrajo la atención y la admiración de todos aquellos que lo veían pasar. Hercus, con su atractivo y porte, se había convertido en un punto de atención en medio de los elegantes de marca azul, creando un contraste fascinante entre su origen humilde y la belleza que irradiaba.
Hercus continúo recorriendo las calles de la ciudad real, admirando desde las infraestructuras, los pozos y a las demás personas que allí vivían. Estaba embelesado por nueva realidad que se había revelado a su comprensión. Luego de varios minutos de caminata, llegó a la entrada del coliseo, donde estaban registrando a los participantes. A las afueras era como una feria, donde había diversos puestos de tiendas.
Los caballeros eran los más emocionados con los juegos de la gloria. Después de todo, la actividad física y los deportes eran su labor. Ganarían el torneo, obtendrían riqueza, bailarían con la reina, con la princesa, pasarían una semana en el castillo de cristal y obtendrían un deseo de la reina. Era demasiado fácil para ellos, que lucían armaduras relucientes, hechas de los herreros de la ciudad real. Pocos plebeyos eran los que se habían animados a venir y la mayoría había desistido de la idea de participar.
Editado: 16.07.2024