Los ojos de Hercus se posaron a las afueras del palacio de cristal, privilegiada y distinguida residencia de la reina Hileane Hail y de su hija, la princesa Hilianis Hail. Pero lo que vio le dejó sin aliento. Descendió de su caballo con pesar. Su respiración se tornó agitada mientras su mirada recorría la escena. Una sensación de desamparo se apoderó de él. Sus manos temblaban de manera incontrolable, mientras observaba impotente la imagen que se mostraba ante él. Una mezcla de ira, tristeza y determinación se agitaba en su interior, haciendo que su consciencia se tornó distante de la realidad. Avanzó algunos pasos, hasta llegar hasta donde estaban los caídos. Sus piernas le pesaban y pronto no lo pudieron sostener. Se postró sobre el suelo. El dolor llenaba a su corazón y la tristeza abrazaba a su alma, en tanto sus rodillas se manchaban en la cálida sangre que estaba esparcida sobre el piso. Las lágrimas brotaron de él, como las apresuradas aguas de los ríos cuando caían en las fieras cascadas. ¿Cómo era que había pasado esto? Si los últimos días habían sido los mejores para él, había celebrado su triunfo de los juegos de la gloria y había sido exaltado por su monarca. Además, tiempo atrás se había enamorado y conocido el amor. Entonces, ¿por qué había sucedido esta tragedia? ¿Cuál era la razón de que haya ocurrido este evento tan impensable? Creyó que, después de haberse convertido en el gran campeón y obtenido la victoria junto a su hermano, todo sería mejor, después de haber conocido, hablado y bailado con su majestad. Pero, quizás ahora, no podría volver a verla de la misma manera. Si esperaba que las cosas cambiarían para bien, se había equivocado. En ese instante una voz en su mente le susurraba que debía hacer pagar al culpable. Mas, todavía no asimilaba lo que estaba pasando y la conmoción no era tan fuerte, como arrojarse en contra de su soberana. Manchó su mano en el charco rojizo y el líquido pareció quemarle la piel de los dedos. Respiraba de forma intermitente y pesada.
¿Quién había sido? No, no era posible que fuera ella. No quería creerlo. Sus ojos cristalizados enfocaron a su majestad, la reina Hileane con su brazo extendido hacia donde yacían los cuerpos decapitados de sus padres, la señora Rue y el señor Ron, como si fueran dos repugnantes criminales. Desde pequeños lo habían criado junto a su hermano, como si fueron sus propios hijos. Empezó a llorar, en silencio. Su pantalón y sus manos se mancharon con la sangre de ellos. Se puso de pie y caminó hacia su majestad. Era la mujer que más admiraba y a la que deseaba servir con honor y lealtad. Estaba tan ido y anonadado, que no sabía ni qué hacer. Las palabras no salían de su boca. Intentó tocarla en la cara, como pidiéndole una explicación. Esos ojos plateados y esa cara tan seria, no mostraban ninguna emoción. Antes de rozarla, la guardia real se abalanzó sobre él y lo tiraron al piso, sometiéndolo. Pero él no se resistió ni un poco, ni tampoco intentó soltarse. Una parte de él estaba atontada por lo sucedido.
—Llévenlo a la mazmorra —dijo la reina Hileane con tono imperativo y se marchó del sitio, sin dar ninguna explicación. Pero ella era la soberana. Por supuesto que no necesitaba rendir cuentas y menos a un campesino de marca negra.
Hercus fue conducido hacia la prisión y arrojado por los guardias en la mazmorra, luego de la tragedia y al intentar tocar a su majestad Hileane. Se quedó tirado en suelo, ido y absorto en su dolor. Varios días pasaron y no comía, ni bebía nada. Fue entonces cuando decidió ir a la sala del trono de su majestad para enfrentarla. Con astucia, logró burlar a los guardias y hacerse con las llaves de la prisión. Se despojó de su ropa y se cubrió con la armadura del escolta, ocultando su identidad bajo la apariencia de un soldado real. Agarró la lanza, la espada y las dagas. Avanzó con cautela por los pasillos del palacio, evitando ser detectado por cualquier patrulla que pudiera cruzarse en su camino. Vagó solo con su mera intuición, sin conocer nada del lugar. Estaba perdido y no sabía en dónde quedaba la sala de la reina. En su camino se encontró con la princesa Hilianis y su grupo de sirvientas. La siguió con paciencia.
La princesa les dijo algo y sus mucamas y se replegaron en el palacio de cristal, dejándola salo. Hercus puso detrás de ella con la intención de amenazarla. Pero eso no fue necesario.
—Hercus, ¿buscas a mi madr? —preguntó la princesa Hilianis de forma retorica. Se mantenía de espaldas a él—. Sígueme. Yo te guiaré.
Hercus se mantuvo sereno ante el comentario de la joven alteza. No tenía intenciones de lastimarla a ella. Pero dudó por un instante la veracidad de esas palabras. Tal vez solo era una trampa. Sin embargo, decidió hacerlo. Caminaron por varios minutos, pero la princesa cumplió su palabra. Se detuvo y extendió su brazo, para señalarle la puerta. Pasó de largo a ella, sin causarla ningún mal. Estaba en uno de los balcones internos del salón. Observó a su majestad Hileane en su trono, rodeada por los leones. Su corazón latió con fuerza mientras se preparaba para enfrentarla y exigir respuestas por la injusticia que había sufrido. Respiró profundo y saltó hacia el piso, mientras su ruido alertó a todos allí. El lugar estaba lleno de brisas álgidas y las paredes estaban cubiertas de nieve, así como las columnas que sostenía la arquitectura estaban bañadas por hielo. Fue notado por los dos felinos que le rugieron de forma intimidante y amagaban con atacarlo, pero no lo hacían. Mas, no iba a retroceder por ellos. Se puso al frente de la reina, aguardando una distancia considerable entre ellos. Se quitó el casco y lo dejó caer en el suelo, mientras se escuchaba es ruido sordo del acero y el piso de cristal azulado. Sus ojos se encontraron con insistencia.
—Nadie entra aquí sin mi permiso —dijo la reina Hileane, exhortándolo por su acto.
—He venido a preguntarle por lo sucedido —dijo Hercus de manera tranquila.
Editado: 16.07.2024