Hercus era avasallado por una corriente de emociones que invadió su cuerpo: desesperación, rabia y aflicción. Sus lágrimas abandonaban sus ojos sin poder detenerlas. La tristeza lo consumía. Esto nunca había pasado ni un solo instante por su cabeza. Levantó el cuerpo con cuidado y tocó su herida; estaba fría al ser cortada por algo delgado, frío y filoso. La mujer que tanto quería defender y proteger, a la reina, le había quitado un pedazo de su alma. Ahora lo único que sentía por ella, era odio; un odio mezclado con desilusión; desde niño siempre la había admirado y respetado, pero ella lo había destruido, llevándose un pedazo de su vida. Acomodó con lentitud el cadáver en el suelo, coloco su mano sobre la de ella, donde estaba su sortija de matrimonio y le dio un beso en la frente a la cabeza decapitada de Heris.
—Esto no se quedará así, la culpable pagará por haber terminado con tu vida. La causante de tu muerte,será castigada. Lo prometo.
Hercus comenzó a caminar hacia donde estaba la reina. Sus piernas le pesaban, pero siendo consumido por su rabia, lograba andar. Un grupo de soldado llegó a la sala del trono, advertidos por la princesa Hilianis. Un guardia se apresuró y lo atacó con su espada.
Hercus movió sus pies y dobló su cintura hacia un lado para esquivarlo y le dio un golpe en el estómago. A pesar de la coraza que llevaba puesta, no sintió ningún dolor en su puño. Con rapidez le propinó otro violento impacto en la mejilla y otro en la parte trasera del cuello, haciendo que cayera al suelo. Sacó el arma de la funda, mientras su brazo temblaba; no podía detener el nervioso movimiento. Pero ya no era tiempo para amedrentarse, pues cinco guardias más se acercaron a él; unos con espadas y otros con lanzas. Todos los ataques que le hacían, los esquivaba con habilidad de percepción lenta y con su destreza adquirida. Aquellos, parecían más lento que de costumbre. Era su adrenalina y su don, que lo hacía que sus contendientes, apenas se desplazaran. Los evadía y con defendía con una sutileza y firmeza, provocando que el ataque de ellos rebotase hacia atrás, debido a su insuperable temple.
El enfurecido campesino parecía danzar con sus pies, logrando dejar inconsciente a uno al asestarle un choque en la noca. Sus huesos eran como el acero, más resistentes que las armaduras y escudos. Solo quedaban cuatro custodiándola, que se habían quedado atrás. El primero se acercó a él y chocaron sus hojas, que cantaron como una dulce melodía en una feroz batalla. El estruendo impacto hizo que se le cayera a su rival de las manos al no poder resistir su vehemencia. Ningún guerrero en todo Grandlia podría resistir la embestida de él o igualar su fuerza que, debido a su impulso de muerte y venganza, era como si su alma se hubiera liberado unas cadenas que lo mantenían bajo control. Dio una vuelta, impactándolo las piernas, haciendo que cayera al suelo y le dio un puñetazo en el rostro.
Hercus hizo alarde de su maestría en la batalla, sosteniendo combate con los tres guardias restantes. Mas, ninguno pudo tocarlo. Aunque, acometían contra él, al tiempo, eran incapaces de rozarlo. Su enojo y furia no sería detenida por ellos. Haciendo uso de sus habilidades y técnica de combate, que forjó a lo largo de su vida, uno por uno cayó ante él, sin poder detenerlo.
Los guardias yacían en el suelo, derrotados, por el que no era un simple plebeyo. Era Hercus de Glories, el gran campeón de los juegos de la Gloria, invicto e intratable en el arte de la guerra.
—La muerte es tu castigo, reina tirana —dijo él con enojo.
Hercus avanzó caminando, con su vista azulada, impregnado en rabia y dolor. Los dos leones dieron un paso hacia él, pero los miró por el rabillo del ojo, haciendo que se detuvieran. Mataría a cualquier cosa o animal que intentara detenerlo. El viento escarchado lo arropaba. Así, dobló su cuerpo y le arrojó con ferocidad la espada, que se iba acercando dando vueltas en el aire.
La monarca de Glories creó una pared de hielo evitando que la alcanzara. La hoja de hacer quedó clavada en el muro gélido.
Hercus agarró con firmeza una de las lanzas dispuestas en el piso de cristal. Su mirada se enfocó en la reina de hielo. Era lo que esperaba de tan poderosa señora, hija de los etéreos espíritus. Arremetió contra su majestad sin temor o duda. Sostuvo la pica con ambas manos y cuando el muro de álgido se desvaneció en el suelo, ya estaba a pocos pasos de ella.
La reina Hileane se mantuvo inxerobale e imperturbable. Sus ojos grises, aún tenían la esclerótica blanquecina y la pupila negra, pero su vista fue abarcada toda por completo de ese plateado, brillante. Aunque la magia de los espíritus de la naturaleza estaba en ella desde el día en que había nacido, pero eso no impediría su muerte. Llevó sus manos hacia atrás para realizar el ataque. Extendió la totalidad de sus brazos con fuerza. Mas, en una explosión de escarcha gélida y balnca, su alteza desapareció en un instante, antes de que pudiera alcanzarla.
Hercus gritó con enojo y frustración por no poder concretar su asalto. La reina Hilean apareció detrás de él, a pocos metros. Se apresuró a ir hacia ella y agitó la lanza de forma horizontal, pero su majestad solo volvió a desaparecer en un momento, envuelta en ese manto escarchado. Apretó los dientes y volvió a correr hacia ella con enojo, en el nuevo lugar de la sala del trono que se había hecho visible. La estuvo siguiendo y varias veces quiso herirla. Aunque, ni siquiera podía rozarla, ni un poco, dado que usaba talento sobrenatural para esfumarse como el humo. Además, había pasado días sin comer, ni beber, por lo que su fuerza no era óptima para la batalla. Su garganta estaba reseca y se hallaba agotado, mareado. ¿Por qué no dejaba de transportarse hacia otros sitios? ¿por qué no la atacaba de vuelta? Su reserva de resistencia estaba por acabarse, apenas iniciando la pelea. Su ritmo cardiaco se había acelerado, haciendo que sus pulmones necesitaran más aire y su respiración era forzada. Fue en una de sus embestidas, cuando ella no intentó desaparecer. Se quedó allí. Era su oportunidad para apuñarla.
Editado: 16.07.2024