—Ya me tiene harto. Vamos, ahí está la perra de hielo —dijo uno y dos de ellos comenzaron a adelantarse—. Si la matamos nos darán una fortuna en monedas de plata y de oro a cada uno. Seremos ricos.
—Esa bruja. Ni siquiera le puedo ver la cara —comentó otro.
—Sí, la tiene tapada por un velo morado.
—Esperen. Algo anda mal —dijo Hercus, tratando de detenerlos al escucharlo. Aunque no había conversado mucho con ellos. Pero él era el líder de ese grupo.
Hercus podía ver con claridad el rostro de la reina. Sí, ese rostro tan precioso y fuera de este mundo. Además de esos ojos grises. Acaso, ¿era él único que podía ver la cara de ella?
—Nosotros no seguimos mandatos tuyos, ¿acaso solo quieres matarla y que te den la recompensa solo a ti? Así como lo has venido haciendo durante todos estos días que estuvimos en ese estúpido entrenamiento —espetó con brusquedad, desobedeciendo lo que le había dicho—. Ahí está la zorra y solo debemos…
Aquel no alcanzó a terminar la frase cuando un pincho de hielo emergió del suelo y lo empaló por debajo. El puro y blanco hielo se tornó de rojo cuando de forma lenta, la sangre empezó a bajar por él. Luego la helada aguja descendió hasta el suelo y desapareció, provocando que el cuerpo golpeara con brusquedad el piso, mientras un charco carmesí iniciaba su formación. Los dos, al verlo, abrieron sus parpados y temblaron de miedo. Tragaron saliva y se miraron para retroceder.
—No me gustan las vulgaridades y menos si son dichas por hombres groseros —dijo la reina Hileane de manera imperativa. Sus imponentes e inexpresivos ojos parecían traspasar los de Hercus—. Y de ninguna manera en mi propia sala del trono. Ellos han injuriado contra una soberana, y por eso recibieron su castigo.
Esa bruja de hielo, sin mover un solo músculo, había matado a tres miembros de la marcha en cuestión de segundos. Los leones permanecían de pie, al lado del trono, y las aves lideres en el espaldar de la silla, sin tener la intención de unirse a la pelea, por mandatos de su gran señora.
Ellos habían muerto por no haberlo escuchado cuando se los advirtió.
—Hoy y será el día en que te haga pagar por lo que hiciste —dijo él, con brusquedad.
Hercus extendió su brazo y la señaló con la punta del dedo índice. Este sería su último encuentro. En ese día, uno de los dos perecerá, pues no creía que hubiera más oportunidad, ni perdón.
—Es que no te has dado cuenta —dijo su majestad Hileane con altanería e ira, con su etérea voz refinada—. Tú te mueves, respiras, caminas y aún vives, es por mí, por la reina, tu reina. Si estás aquí, es porque yo así lo quise. En mi escasa gracia te he permitido seguir con vida. Lo menos que debes hacer es agradecerme y no guiar un grupo de asesinos contra mí.
La rabia y el enojo comenzaron a llenar a Hercus solo con escuchar esas arrogantes palabras. Sin mostrar ningún arrepentimiento. La vida de las personas no le importaba en lo más mínimo, y mucho menos el dolor que causaba la partida de un ser querido: Heris, Herick, Rue y Ron. En ese momento, cobraría venganza por lo que les había hecho, su muerte no quedaría impune.
—Ahora te mostraré mi gratitud... —dijo Hercus con desdén. Miró a sus lados a sus compañeros—. ¡Fórmense!
Así, todos se movieron al unísono mientras sacaban sus escudos y armas.
—Ya veo, si eso es lo que desean. Entonces, les otorgaré una muerte gélida.
Los leones rugieron con su potente voz y las aves de presas cantaron con su fantasmal ulular par anunciar el inicio de la contienda, siguiendo la declaración de su gran señora.
Los ojos de la reina Hileane fulguraron y se tornaron por completo de plateados, borrando su parte blanca y su pupila negra. Su cabello se movía en ondas. Deslizó su cetro por debajo de cintura.
Hercus observó cómo un pequeño rastro de escarcha brillaba en el piso, dirigiéndose hacia donde él estaba.
Hercus endureció el músculo del brazo con el que sostenía el escudo y sintió el brusco golpe del templado pincho de hielo, que lo impulsó hacia atrás debido a la vehemencia del impacto. Lis le entregó la lanza que había estado sosteniendo. Avanzó con su cuerpo encorvado, con la rodela delante, a la altura de su cara. Veía a través de una de las media lunas de su diseño, mientras llevaba la otra mano hacia atrás. En su diestra apretó la lanza y la arrojó contra ella con mucha fuerza y velocidad. Mas, esa soberana movió su mano izquierda de abajo hacia arriba y moldeó un muro helado.
—¡Ahora! —gritó Hercus.
Esa fue la señal para que todos acometieran hacia la monarca. Al momento que ella hacía eso, tampoco podía verlos, por lo que Hercus indicó que se desplegaran por los lados. Aquella sala era espaciosa y lo único que ocupaba lugar era la silla real que estaba en el fondo y las columnas.
Lis, Warren, Darlene, Godos y él continuaron por el frente, mientras que los otros se habían dividido en dos grupos de tres. Pero Hileane tenía algo guardado; en la parte de la pared que estaba a la altura de su rostro, lo había vuelto transparente y solo se veían sus ojos brillantes.
Hercus y su grupo se detuvieron de inmediato. No sabía si solo él lo había notado, pero en el suelo vio una especie de brillo gris en forma circular, parecido al de la mirada de la reina Hileane, y enseguida supo lo que era.
—¡Escudos hacia el piso y den un paso atrás!
Los pinchos aparecieron de nuevo. Pero esta vez, su mortal ataque se encontró con el resistente acero de la rodela de Hercus.
La mayoría de ellos lograron protegerse y se colocaron de nuevo a la defensiva, pero dos de los otros grupos cayeron al suelo empalados y sin vida al piso.
—Esta forma de atacar no es de una mujer enferma —comentó Warren, molesto y preocupado. O, una hechicera—. A este paso, vamos a terminar muertos y con un enorme agujero frío en nuestros cuerpos. Esa reina da miedo. Es una bruja.
—Guarda silencio —lo reprendió Darlene—. No es momento para esos comentarios y estoy segura de que Hercus ya tiene algo en mente.
Editado: 16.07.2024