La reina Hileane se tocó la cara y vio la sangre en la yema de sus dedos. Volvió a tocarse y selló su herida con su escarcha, sin dejar rastro.
—Yo te mostraré el verdadero poder —dijo su majestad de forma calmada, mientras continuaban intercambiando golpes con sus espadas—. Aumenta todas nuestras habilidades físicas: fuerza, velocidad, resistencia y solo lo podían utilizar aquellos que habían sido capaces de domar la marca.
Hercus notó que era cierto. Parecía ser un estado que no se conseguía facilidad. Pero, ¿tanto quería demostrarle que no dependía de su magia? Entonces, exigiría su marca al máximo. Después de todo, este sería su combate definitivo. Tomó aire para llenar sus pulmones y aumentar el ritmo de sus movimientos. Tensó los músculos para golpear con más fuerza, apretó el agarre para sostener mejor las armas.
—Veamos cuál ímpetu logra perdurar. El morado de una majestuosa reina o el negro de un simple plebeyo —dijo él, con su respiración agitada.
Hercus se movió hasta la derecha dando un salto y lanzó un feroz ataque contra ella, que se estrelló en su escudo, logrando hacerla retroceder. Debía terminar lo más pronto posible, si el enfrentamiento se alargaba, ella ganaría, pues el frío de la habitación disminuía su resistencia, mientras que a Hileane, no le hacía ninguna molestia. Un momento, la nevada debió haberlo congelado y por el ardor de la pelea no se había percatado que el frío no quemaba, ni molestaba su piel. De alguna manera, se había hecho inmune al hielo. Frunció el ceño. No era momento par sobre pensar en eso.
—Acabemos con esto —dijo él de forma terminante y severa.
Hercus le lanzó su escudo haciendo que se defendiera con el suyo, llevó su mano hasta uno de los bolsillos y agarró la caja de cerillos que, Darlene le entregó. Encendió uno y lo dejó caer por un pequeño orificio que tenía la acanaladura de la hoja. La espada empezó a quemarse en llamas. Ese era el momento de terminar la pelea. Arremetió con furia, a lo que ella hizo una punzada directa hacia él, pero Hercus vio el trayecto y se movió hacia un lado, dando un giro, lanzándole un corte horizontal del costado que no tenía su rodela.
Su majestad se agachó con agilidad y esquivó su ataque. Hercus dio un salto y se dispuso a hacer la misma acometida que hizo hace pocos segundos. Levantó el arma y logró sostener el cuchillazo, pero la reina logró cortarle encima del hombro.
Hercus, debido a su cercanía, pareció notar como también el hombro de la monarca se manchaba de un rojizo húmedo. No recordaba haberla herido allí. Mas, hizo caso omiso a ese detalle y apretó con fuerza la empuñadura y la empujó hacia atrás. Pero al mismo instante, con la mano que tenía libre sostuvo la rodela gélida de la reina y se la arrancó del brazo. Notó ahora que la respiración de ella también estaba agitada. Sin embargo, había sudor por ningún lado. Mientras tanto, él también estaba cada vez más fatigado. Sus palmares estaban rojos, pero a la vez pálidas. El calor de la flama era lo único que lograba darle un poco de calidez en medio del hielo de la reina.
—Es tiempo de terminar —dijo ella, y su marca pareció haberse iluminado más de repente.
La reina Hileane acometió contra él, mientras soltaba un estruendoso grito. Hercus también liberó un feroz rugido como un león y le respondió a su ataque. Sus armas chocaron y se escuchó el sonido, al tiempo que ambas se quebraron y los pedazos cayeron sobre el piso. El acero ardiente de su arma y el templado hielo de la de ella; eran opuestos en todos los sentidos. Mientras el fuego de él lo iba derritiendo, el agua que se iba formando, apagaba sus llamas. Era como un mensaje explícito en la escena. El hilo duro, sucumbía ante las llamas, pero al hacerlo, esta iba apagando al fuego. Cada uno terminó la existencia del otro, solo por acto natural.
Los ojos de Hercus se encontraron con los de su majestad Hileane. La imponente y resplandeciente mirada de ella siguió su curso cuando él dejó caer su cintura. Luego, llevó su mano derecha hacia atrás y con el palmar abierto, veloz y con mucho vigor golpeó el estómago con suma brusquedad. Detrás de la monarca se dibujó una onda de aire, dado su increíble fuerza. Provocó que se inclinara hacia adelante y se cubriera la parte donde recibió el puño. Era claro que estaba afectad por el impacto. Entonces, los ojos de la soberana brillaron de plateado y desapreció en medio de la escarcha blanca para huir de él. Pero, para su sorpresa, segundos después, él sintió un choque en su abdomen, que lo hizo botar sangre de su boca. ¿Qué era lo que había pasado? Era como si alguien le hubiera acertado un puño invisible. Respiró hondo y recuperó la compostura. Ya solo faltaba terminar a su majestad, para hacerla pagar por los actos malvados y despiadados que había hecho.
Hercus se dio media vuelta y la observó desde la distancia. Apretó el puño y su vista azulada, se tornó toda oscuridad, resplandeciente. Fue abrigado por una humarada negra y apareció al frente de la gran señora de Glories, la cual lo intentó atacar, pero él se movió hacia el lado derecho y le dio un golpe en la zona del hombro izquierdo. Mas, también percibió un estruendo en el suyo. Pero, por todos los espíritus de la naturaleza. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Acaso, ¿cada vez que la lastimaba a ella, él también salía herido y experimentaba lo mismo? Si eso era así, estaba dispuesto soportarlo. Así, la gran señora Hileane intentaba huir de él, mientras se transportaba con su escarcha a otras partes de la sala del trono, pero él la seguía con su oscuridad, sin dejarla escapar.
—¿Qué sucede? ¿La todopoderosa reina Hileane huye de un simple y rastrero campesino? —dijo Hercus con altivez y arrogancia para con ella—. Eso es imposible, ¿cierto?
—Insolente, guerrero. Te haré pagar por tu afrenta contra mí. Yo soy la reina, tu reina…
—¿Mi reina? —comentó Hercus, interrumpiéndola—. Sí, lo fue alguna vez. Pero ya no, nunca más.
Editado: 16.07.2024