Capítulo 3 – Migas de guerra
Anya
El olor del café recién hecho flota en el aire como un fantasma familiar.
Estoy en la cocina de siempre, sentada en la mesa de siempre, con las personas de siempre. Pero nada… absolutamente nada se siente igual.
Claire sirve las tazas con una sonrisa educada que no le llega a los ojos. Dimitri hojea el periódico, aunque no parece estar leyendo nada. Y Lev…
Lev está frente a mí. Como una estatua. Inmóvil. Frío. Perfecto.
El mismo cabello oscuro, despeinado con intención. La mandíbula más marcada. La espalda más ancha. Está más alto. O tal vez es solo su forma de sentarse: erguido, contenido, como si el mundo entero estuviera bajo su control y no quisiera tocarlo más de lo necesario.
Y el perfume… Bleu de Chanel. Lo reconozco al instante. Tiene ese equilibrio imposible entre frescura y profundidad. Menta helada, cedro, incienso y una pizca de vainilla oscura. Es magnético. Frío. Seductor. Inalcanzable. Un perfume que no se usa por accidente. Uno que grita en silencio: mírame, aunque te duela.
Y yo lo miro.
De reojo. Fingiendo que no me importa.
Él hace lo mismo.
Claire deja una sola canasta de pan tostado en el centro de la mesa. También hay una sola naranja. Y una taza vacía junto al termo de café.
Lev y yo estiramos la mano al mismo tiempo.
La misma tostada.
Nuestras manos se rozan.
Un segundo. Nada más.
Pero el aire se carga de electricidad. Como si todo en mí recordara el tacto. El calor. La historia. Y también, la herida.
Retiro la mano primero.
Él no dice nada. Solo se sirve café. Tranquilo. Como si no me hubiera tocado.
—¿Y tú? —pregunta Claire, rompiendo el silencio con una amabilidad tensa—. ¿A dónde vas tan temprano?
—Al taller —respondo, sin levantar la mirada—. Voy a ver si pueden reparar el faro del auto de Lev, y luego pensaba pasar por la pista. Si quieres, puedo llevar a Lev —añado, sin pensar demasiado.
Lev baja la taza. La deja con un golpe leve. Mira hacia otro lado, como si la pared fuera más interesante que mi cara.
—No, gracias —dice con frialdad—. Prefiero ir caminando.
—Como quieras —respondo, encogiéndome de hombros—. De todos modos voy para allá.
Se ríe. Una risa breve. Seca. Casi cruel.
—No quiero que estés ahí. Interrumpiendo. Honey y yo estamos trabajando en algo serio. Algo que tú no entiendes. Algo que abandonaste.
Trago saliva. Cada palabra se clava como hielo.
—No voy precisamente por ti —digo, firme—. No eres la única razón por la que iría a ese lugar.
—¿No me digas que limpias el hielo ahora? —pregunta, con esa media sonrisa que siempre dolió más que cualquier grito—. ¿Buscas trabajo? ¿Una segunda oportunidad para barrer lo que dejaste hecho pedazos?
—No.
—Ajá. Justo lo que pensé. Solo vas a incomodarme.
—Voy a patinar.
Silencio.
Lev me mira. Por fin lo hace. Y algo se tensa en su rostro. Como si lo que acabo de decir fuera ofensivo.
—No puedes. Está cerrado para entrenamientos oficiales. Solo las parejas clasificadas para nacionales tienen acceso.
—Exacto —respondo. Tengo que tragarme las lágrimas antes de que suban—. También voy a las nacionales.
Por un momento, no respira. Ni yo.
Lev se endereza. La mandíbula tensa. Sus ojos, como cuchillas.
—Estás loca. Mientes para llamar la atención. Qué novedad.
Eso sí duele.
Me levanto. Recojo mi taza. Mis manos tiemblan, pero no dejo que lo vea.
—Yo no miento, Lev. Nunca.
Me detengo un momento. Lo miro a los ojos. Sin parpadear.
—Bueno… al menos no a ti.
Y entonces lo suelto, sin pestañear:
—Voy a las nacionales. Así que, suerte. De corazón.
Camino hacia la puerta.
—Que gane el mejor.
---
Lev
La puerta se cierra con un clic. Suave. Medido. Igual que todo lo que hace ella.
Claire y Dimitri siguen en la mesa. Fingiendo normalidad, como si no acabara de estallar una bomba silenciosa en medio del desayuno.
—Lev… —empieza Claire, como si pudiera suavizar algo con ese tono de terciopelo.
No contesto. Me levanto.
Cada movimiento controlado. Preciso. Exacto. Soy hielo. Soy el chico que entrena para ganar, no para reconciliarse.
Camino hasta el espejo del vestíbulo. No para arreglarme. Solo para confirmar lo obvio.
Sigo siendo yo.
Cabello perfectamente imperfecto. Chaqueta bien doblada. Y ese rastro de Bleu de Chanel aún flotando en el aire. Menta helada, cedro, humo suave, y algo que dice sin decir: mantente lejos.
Lo usé sabiendo que estaría ahí.
Sí. Lo hice a propósito.
Pero no esperaba que dijera eso.
“Voy a las nacionales.”
Claro que sí, princesa. Seis meses fuera. Medio año desaparecida. Y ahora vuelve como si el hielo estuviera reservado a su nombre.
Patético.
O peor: real.
Recojo las llaves de mi bolso. Me detengo.
—Dimitri —digo sin girarme—, préstame tu auto.
Él alza una ceja. Por fin baja el periódico.
—¿Y el tuyo?
—¿Qué parte de “Anya va al taller por el faro de mi auto” se te pasó por alto? —pregunto, en tono seco—. No tengo ganas de caminar.
Dimitri suspira. Busca en su bolsillo. Lanza las llaves con un leve chasquido. Las atrapo al vuelo.
—Sin rayones —dice.
—Tranquilo —respondo, sarcástico—. No lo voy a usar para una persecución emocional.
Claire me tiende una manzana. Roja. Intacta.
—Al menos cómetela.
La tomo. No por hambre. Solo por si acaso.
—¿Y Honey? —pregunta ella.
—Ya debe estar en la pista. A tiempo. Como siempre.
—¿Y si Anya decía la verdad?
Me detengo un instante. Solo uno.
—¿Que va a las nacionales? —repito, sonriendo sin alegría—. Claro. Y yo voy a hacer terapia de grupo con los ex campeones olímpicos.
Nadie ríe. Claire lo intenta, pero le sale nerviosa.
—No hablaba en serio —añado, dejando caer las palabras como hielo—. Solo quiere atención. Como siempre.
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Editado: 31.07.2025