Lev
El volante está frío bajo mis manos, o quizás soy yo.
No sé cuánto tiempo llevo conduciendo en silencio, pero la tensión no cede.
Ni en los hombros. Ni en la mandíbula.
Ni en el pecho.
Honey no ha dicho una palabra desde que subimos al auto. Lo agradezco.
No quiero hablar.
No quiero pensar.
No quiero recordar cómo se sintió.
Cómo se sintió patinar con ella otra vez.
Me obligo a mirar el camino. A contar los segundos en cada semáforo. A respirar parejo.
Pero entonces Honey habla.
—¿Qué le pasó a tu auto?
La pregunta es casual, inofensiva. Pero igual me atraviesa.
—Anya lo chocó —respondo sin mirarla—. Estacionaba el suyo frente a casa.
Le rompió un faro.
Breve. Frío. Factual. Como siempre.
—¿Se queda contigo? —pregunta, con una calma que no logro leer.
—Es también su casa —respondo.
Un latido de pausa.
—No puedo hacer nada.
Y ahí está. La grieta. La palabra que no quería decir.
"Su casa."
Honey me mira, apenas.
—¿Su casa?
Suspiro por dentro.
Ya está, Lev. Dijiste demasiado.
—Anya es la hija de Claire —digo, sin emoción—.
Solíamos vivir todos juntos... antes de...
De ti, quería decir.
De que el hielo se volviera otra cosa.
De que lo que teníamos dejara de caber en una coreografía.
El silencio vuelve. Por un momento pienso que ahí termina todo.
Pero Honey no suelta.
—Lo siento...
Debe ser muy difícil para ambos.
“No lo es”, quiero decir.
Pero la mentira ya está en la lengua, y la dejo salir como veneno:
—A mí no me importa.
Ella puede hacer lo que quiera.
No es nada para mí.
Un segundo. Dos.
Honey sonríe. No de burla. De ternura. De algo mucho peor.
—Mentiroso.
La miro, desconcertado. ¿Qué está haciendo?
—Mentirnos a veces ayuda a sobrellevar cosas con las que sabemos que no podemos lidiar.
Eso me golpea. Justo ahí. Donde duele.
No debería. Pero lo hace.
—No —digo, rápido, como quien quiere apagar un incendio—.
No es así.
No miento, Honey.
Anya no me importa.
Miento.
Pero no quiero hablar de eso. No con ella. No ahora.
Así que desvío.
—¿Por qué estamos hablando de esto?
Honey me mira. Cálida. Serena.
—Porque yo también me miento.
Y me gusta.
Porque funciona.
Freno frente a su casa. No apago el motor. No quiero bajarme aún.
No quiero estar solo.
La miro. Ella me mira de vuelta.
Y por un segundo, veo algo que no esperaba: comprensión. Real. Cruda. Desarmante.
—Yo... —empiezo, sin saber a qué voy—
No quiero arruinarlo.
Los sentimientos arruinan todo.
Especialmente en el hielo.
Me pasó antes.
Silencio. O la aceptación más suave que he escuchado en mucho tiempo:
—Lo sé.
Por eso hay una regla de oro:
No te fijes en tu compañero de baile.
Mis manos en el volante. Inmóviles.
Mi mente gritando que no, que no debo.
Pero no me muevo. No retrocedo.
—Aun así... —susurra Honey, mirándome directo—
¿Puedes mentirme, Lev?
Y entonces me besa.
Yo la beso de vuelta.
Y por primera vez en todo el maldito día, no estoy pensando.
No estoy controlando.
No estoy luchando contra nada.
Solo siento.
Y aunque sé que no es verdad...
Aunque sé que esto también es una mentira más...
Por un momento… me dejo engañar.
Porque quizás, como dijo ella, mentirnos a veces funciona.
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El beso de Honey todavía me quema en los labios.
No en mal sentido.
Pero no debería sentir esto. Ni ahora. Ni así.
Conduzco despacio, sin pensar demasiado, o quizás pensando demasiado en todo.
Las luces de la calle pasan como ráfagas. Como si me estuviera alejando de algo que no sé si quiero dejar atrás o perseguir.
Cuando abro la puerta de casa, la luz cálida del salón me da la bienvenida.
Y entonces escucho algo.
Llantos.
—…No puedo creer que llegaste a esto, Anya —la voz de Claire.
Serena. Pero decepcionada.
—Estoy orgullosa de lo que hicieron hoy con el video. De verdad lo estoy. Pero también estoy profundamente decepcionada de verte así. De verte llegar a este punto.
Me congelo en el recibidor.
No hago ruido. Me quedo ahí.
No debería.
Pero no me muevo.
—Esto… ni siquiera es dolor —dice Anya.
Su voz está ronca. Dolida.
—Dolor fue lo que sentí estos seis meses sin Lev.
Un latido.
Dos.
No sabía.
No así.
No con tanta verdad.
Claire no responde. Puedo imaginarla, sentada frente a ella con una venda en la mano, mirando esos pies llenos de cortes y morados, sin saber si curar o gritarle.
—Lo que sentía cada día —continúa Anya, apretando los dientes—…era como matar lo que aún se siente. Y eso, mamá… eso duele más que cualquier herida.
—Un desamor profundo no se cura con tiempo. Ni con lógica. No importa si suena exagerado. Es real. Fue real.
Me obligo a no respirar.
Claire dice, más bajo: —Lev también la pasó muy mal.
—Siento que… se hubieran evitado todo esto si tú no te hubieras ido así.
Anya suelta una risa que no tiene risa.
Ácida.
Vacía.
—Volvería a irme así mil veces. Si eso significa verlo patinar como un profesional.
—¿Lo viste mamá? ¿Lo viste de verdad?
—Es… increíble lo que hace en el hielo.
Y ahí está. El golpe bajo.
El que no esperaba.
El que no merezco.
Pero me lo da igual.
Y me lo trago entero.
Entonces Dimitri aparece en el pasillo y me ve.
—Ah, Lev… ¿volviste?
—¿Cómo te fue?
Claire y Anya estiran el cuello desde la sala.
Los ojos de Claire se clavan en los míos.
Como si supiera.
Como si siempre supiera.
—Bien —respondo, rápido. Frío.
—Gracias por tu auto. Lo devolví sin rayón.
Le entrego las llaves a Dimitri y me obligo a caminar hasta el salón.
Rígido. Perfecto.
Ni una mirada a Anya.
Ni un parpadeo que me delate.
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Editado: 11.08.2025