El Hielo entre nosotros

7.

Capitulo 7.

ANYA – “Los álbumes”

Después del abrazo, hubo un momento donde pensé que tal vez…
Tal vez todavía podía alcanzarlo.

Pero me soltó. No de golpe, no cruel. Solo… se apartó. Como si temiera que quedarse cerca fuera a doler más que alejarse.

No insistí. Caminé hacia la estantería de madera, esa que lleva desde siempre en su cuarto. La que Claire decoró con calcomanías cuando éramos niños. Ahí están los álbumes. Viejos, torpes, llenos de fotos mal recortadas y fechas con plumón que ya no se leen.

Lo saco como quien saca un conjuro. Me siento en su cama, cruzo las piernas sobre la manta de dinosaurios que todavía no ha cambiado —y que todavía me enternece— y lo abro sin pedirle permiso.

—¿Puedo?

—Preferiría que no —dice él, desde el suelo. Sin mirarme.

Sonrío. No porque me haga gracia. Sonrío porque si no lo hago, lloro.

—Por favor… tuve un día difícil. Lo sabes. Lo escuchaste. Lo viste.

Suspira. Lo escucho mover los hombros, ceder, arrastrarse hasta el borde del colchón como si fuera a hundirse. Se sienta al lado. No me toca. No se acerca. Pero está ahí. Y eso ya es mucho más de lo que esperaba.

Paso la primera hoja.

Navidad de séptimo grado. Él y yo en la pista de hielo. Yo con dos moños ridículos y cachetes colorados. Él con ese suéter espantoso de reno que Claire tejió como si fuera una obra de arte. Nos vemos chiquitos. Tontos. Completamente ajenos a la guerra que vendría después.

—Dios… ¿te acuerdas de esto?

Él bufa.

—Traumas que uno entierra y tú desentierras como si fueran tesoros.

Me río un poco. No sé si porque de verdad me hizo gracia o porque su sarcasmo sigue sonando como hogar. Apoyo la cabeza en su hombro. Lo hago sin pensarlo. Sin plan. Como cuando tenía diez años y me caí de la bicicleta y él me dejó llorar sobre su remera favorita.

—No hice ni un solo amigo en California —digo.

Lo siento tensarse. Pero no se aparta.

—Eso es imposible —dice, con ese tono que usa cuando se burla solo para no tener que decir que me extraña—. Si alguien puede caerle bien hasta a los cactus… eres tú.

—No esta vez. Esta vez fui otra.
—No era la reina de nada.

Él no dice nada. Solo pasa la página.
Cumpleaños quince. Yo abrazándolo por la espalda. Mis ojos cerrados. Su sonrisa real.
Quiero volver al pasado y quedarme ahí.

—¿Sabes que ni siquiera fui al prom allá?

—¿Por qué no?

Cierro los ojos. Lo digo sin mirar la foto.

—Porque quería ir contigo. Siempre quise eso. Desde que tenía catorce. Me imaginaba tu cara con traje. Tus zapatillas horribles debajo. Bailar una canción lenta y odiarla… pero quedarme igual. Solo porque eras tú.

Silencio.

Largo.

Tan largo que lo siento en la garganta.

—Anya… —dice al fin— invité a Honey. Hace tiempo.

Ahí. Esa es la puñalada.

No lo dice para herirme. Pero lo logra igual. Porque nunca se necesita mala intención para que un “no” te parta al medio.

Cierro el álbum con cuidado. Lo coloco sobre la cama. Me levanto.

—No sé cómo lo haces —dice entonces Lev, justo cuando ya me voy—. Tres días. Solo llevas tres días aqui… y ya diste vuelta todo mi mundo.

Me quedo quieta.

—Las clases terminaron hace una semana Anya. Estaba bien. Tenía mi caos en orden. Y llegas tú, con tu maleta, tus fotos, tu sonrisa de "nada pasó", desordenas todo otra vez. Y Luego pones esa cara que...

Hace una pausa.

— Mierda...

Lo dice sin enojo. Casi con resignación.

Pero no respondo. No puedo.

Solo lo miro.

Y asiento. Una sola vez.

Y me voy.
Porque si me quedo, me quiebro.

Corrí hasta el baño Me encerré en el baño. No porque quisiera esconderme, sino porque necesitaba un lugar donde llorar sin testigos. El azulejo frío me recibió como una vieja promesa. Me senté en el suelo, espalda contra la puerta, rodillas al pecho.

Lloré en silencio.
A veces ese es el único tipo de llanto que uno puede permitirse.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché los pasos. Claire golpeó la puerta muy suave. Como si no quisiera molestarme. Como si supiera que lo estaba haciendo igual.

—Anya… ¿puedo entrar?

—Está ocupado —dije. Voz ahogada.

—Solo… quiero hablar.

No contesté. Pero tampoco la eché. Un segundo después, escuché el clic de la cerradura —la conocía desde antes que yo aprendiera a hablar, claro que sabía cómo abrirla— y Claire entró con esa expresión entre pena y cuidado, como si estuviera entrando en un museo en ruinas.

Se agachó junto a mí. Me apartó un mechón del rostro.

—¿Que fue lo que sucedió ahora?

—Llevara a Honey al Prom ¿Por qué?

—Lo siento —susurró—. Esto es mi culpa, no sabía que venias. Lev no iba a invitar a nadie. Te lo juro. No quería ir siquiera.

No dije nada. Pero la miré.

—Fui yo —admitió—. Le dije que tenía que ir. Que esas cosas se viven una vez en la vida. Que no podía dejar pasar el prom como si no importara. Le sugerí que invitara a Honey… y que se divirtiera. Solo eso.

Me tembló la mandíbula.

Fue como si una parte mía se desmoronara en cámara lenta.

—Gracias por la traición, mamá —murmuré. Y ni siquiera usé comillas.

Me levanté sin agregar nada. Tomé el celular y salí del baño sin decir adiós.

Me senté en la escalera del porche. Hacía frío. Pero eso ya no me afectaba.

Abrí WhatsApp.

Anya:
Hola, ¿cómo van esas citas de Tinder?

Tardó un poco. Pero respondió.

Max:
Nada que valga la pena. Todas quieren sexo y ya.

Sonreí. Un poco.

Anya:
Pues pensé que ese era tu estilo.

Max:
Bollito de azúcar, quiero algo serio. Me siento muy solo. Te extraño.

Tragué saliva.

Anya:
Nunca pensé que lo diría, dado tu historial de abandono… pero yo también te extraño, papá.

Hubo una pausa. Esa que se llena sola, como si ambos estuviéramos aguantando algo.




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