El Hielo entre nosotros

18.

Capítulo 18

ANYA
Centro comercial – Sábado, 17:14

—¿Es en serio que vamos a comprar ropa justo ahora? —murmuro, mientras Thiago se prueba unas gafas oscuras ridículamente caras.

—Necesitamos un look. Lev y Honey ya tienen el suyo: bellos, perfectos, cursis. Nosotros necesitamos otra narrativa. Oscura. Magnética. Como fuego negro. —Se quita las gafas, me las pone a mí y asiente—. Ahí está.

Me miro en el espejo. Con el delineado marcado, el cabello suelto y ese gesto desafiante que me sale natural, me reconozco.

—Ok, fuego negro. ¿Y ahora qué?

—Ahora brillamos. —Sonríe—. O quemamos algo. Ya veremos.

Compramos ropa nueva: negro, cuero, plateado, botas con plataforma. Nada muy escandaloso, pero lo suficiente para que una foto en redes grite "esto no es amor inocente". Thiago se encarga de los ángulos. Tomamos algunas fotos en el espejo del ascensor, otras afuera del centro comercial. Ríe cuando me hago la misteriosa. Yo río también.

—Eres buena actriz. —me dice.

—Tú también.

Y aunque lo estamos fingiendo… hay algo que se siente real.

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Nathan Phillips Square – Sábado, 19:02

La pista pública está llena. Patinadores con gorros y bufandas, familias con niños, una pareja besándose al fondo. Nadie nos reconoce. Somos solo dos más con patines en las manos.

—¿Seguro que no hay prensa?

—Ni una cámara. No lo necesitan. Ellos grabarán por nosotros.

Entramos al hielo. No hay música oficial, pero alguien tiene un parlante pequeño que suena con una playlist pop.

Thiago me toma de la mano. Es una simple entrada, una curva juntos. Pero algo en la manera en que él me sostiene —como si fuéramos una sola sombra moviéndose— empieza a llamar la atención.

Una mujer detiene su paso. Luego un chico saca el móvil. Otro cambia la canción. “Sweater Weather” empieza a sonar. Thiago gira detrás de mí, me impulsa, me recoge por la cintura. Mis piernas se estiran. Flotamos por segundos.

—Está pasando —murmura.

—¿Qué cosa?

—La magia.

No ensayamos nada, pero todo fluye. Nuestros cuerpos se entienden. La energía es distinta a la de Lev. Con Thiago es teatralidad, precisión, encanto peligroso.

Cuando terminamos, él se inclina como si fuera a besarme. Yo me dejo llevar. Mis manos en su cuello. Labios a centímetros. Y en el momento justo… rozamos. Lo justo para engañar al lente. Lo justo para que parezca real.

Y alguien grita: —¡Lo tengo! ¡Dios mío, lo tengo!

Ya está. Acabamos de nacer como pareja frente al mundo.

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POV: Dimitri
Sábado – Oficina de Miróv, 18:36 p.m.

El despacho de Miróv huele a madera vieja, tabaco caro y a una historia que solo él conoce del todo. Las paredes están forradas de diplomas, fotografías en blanco y negro y patines antiguos colgados como trofeos. Me siento frente a él. El silencio pesa.

—Lev es brillante —dice al fin, mientras gira lentamente su vaso de whisky—. No he visto a nadie patinar así desde hace décadas.

Lo miro de reojo, sin saber si eso es un halago o una advertencia.

—Es como ver a Lenna sobre el hielo otra vez… pero en versión hombre.

Me tenso. Trago saliva.

—Sí… lo heredó de su madre.

Miróv asiente, con una media sonrisa torcida.

—Y de ti heredó enamorarse mal.

Clavo la mirada en el vaso que tengo frente a mí. No digo nada.

—Apuesto a que nunca imaginaste esto —continúa—. Que tu hijo se enamorara de la hija de tu amor tóxico.

—Claire no es mi amor tóxico —respondo con firmeza—. Es… mi amor verdadero.

Miróv suelta una risa seca.

—Exactamente lo que cree tu hijo de Anya.

Suspiro. Hay cansancio en mi voz cuando admito:

—Ambos son muy talentosos. Pero al igual que Claire y yo… lo que sienten el uno por el otro podría arruinarlo todo.

—Y entonces, ¿vas a separarlos? —pregunta él, con una ceja levantada.

Niego con la cabeza. Mis dedos tamborilean sobre la mesa.

—No puedo —digo—. No puedo hacerles eso.

Miróv deja el vaso sobre la mesa con un golpe sordo.

—Entonces el talento de tu hijo será un desperdicio.

Levanto la vista hacia él, frustrado.

—Anya y Lev deberían haber seguido patinando juntos. Tú viste la magia que tenían.

—La vi —admite—. Por eso los separé.

Parpadeo.

—¿Cómo que tú…?

—Sí, Dimitri. No fue la federación. Fui yo. Porque el hielo y el fuego no pueden patinar juntos.

—¿Qué demonios estás diciendo?

—El fuego… no se controla. Y el hielo, para brillar, necesita calma. ¿Sabes cuándo lo entendí? El día de la caída. No por el error. Ellos habrían pasado igual… Pero ese día, cuando Anya cayó, Lev la siguió. Adaptó su patinaje a ella. Se apagó con ella. Seco. Sin brillo. Justo como ella se sentía.

—Se disolvió —susurro.

—Exacto. Ella lo disolvió. Por eso los separé.

—¿Y me estás diciendo que lo hiciste tú solo?

—Sí. Lo hice por el bien de él. Porque la estrella es Lev. Ella era solo su compañera.

Me quedo mudo. Y entonces añade, sin dejarme respirar:

—Por eso le busqué a Honey. Una chica calmada, hermosa, disciplinada. Muy buena patinadora. Es perfecta para él.

Mira por la ventana del despacho. Lo sigo. Afuera, en la pista, Lev y Honey giran en sincronía.

—Todo estaba saliendo bien hasta que Anya volvió —dice Miróv, sin apartar la vista del hielo—. Solo míralo patinar ahora.

Y lo hago. Veo a Lev. Y sí… está ahí. Pero está seco. Sin brillo. Su patinaje es impecable. Pero sin alma.

—Lo mismo que tú con Claire —murmura Miróv—. Ganaste el oro porque patinaste con Lenna. Si no… no hubieras ganado nada.

Me quedo en silencio. Lo peor no es que tenga razón. Lo peor es que ya lo sabía.

—Si Lev llegase a enterarse…

—Se retiraría —dice Miróv, tajante—. Y ese sería un día triste para este deporte. Porque una estrella como tu hijo… nace cada diez generaciones.

Se va sin mirar atrás.




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