Capítulo 24
POV: Dimitri
DOMINGO – 11:43 a.m.
Calle del pueblo
Llevo más de una hora dando vueltas en el coche, frenando en cada esquina como si pudiera atrapar a mi hijo con la mirada. No contesta el móvil. No está en la pista. Tampoco en el parque. Claire me gritó:
—Ve a buscarlo. Ahora.
Pero ni siquiera sabía por dónde empezar.
Hasta que lo vi. Lev. Cruzando la calle con las manos en los bolsillos y la capucha subida.
Aparqué sin pensar. Me bajé y lo seguí caminando, dejando que unos metros nos separaran. El corazón me retumbaba en las costillas con una mezcla de culpa y alivio.
Entró a una floristería pequeña, de las de pueblo, con la puerta de madera y campanilla en lo alto. Me escondí en la esquina de una panadería cerrada. Lo espié.
No tardó más de cinco minutos. Salió con un ramo de lirios blancos envueltos en papel kraft. Caminaba sin mirar a los lados.
¿Flores? ¿Para quién?
Frunzo el ceño. Lo sigo.
Mantengo distancia mientras camina por el borde del pueblo. Lo sigo como si fuera un ladrón, ocultándome detrás de coches y árboles, como si pudiera descubrirme con solo girarse. Pero no lo hace. Camina directo, decidido, como si conociera cada paso, cada piedra del sendero.
Cuando se detiene frente al cementerio, siento que el pecho se me cierra.
¿Aquí?
Lev cruza las rejas oxidadas. Lo sigo, aún en la distancia, sin atreverme a respirar fuerte. Dobla dos veces a la izquierda, como quien ya ha hecho este recorrido muchas veces.
Y ahí se detiene.
No sé qué esperaba. No hay tumba de Lenna aquí. Esa está a miles de kilómetros, allá en Rusia.
Pero Lev se detiene frente a una lápida ajena, sencilla. Ni siquiera flores marchitas tiene. Solo una inscripción:
“Amada por su hijo.”
Y entonces lo entiendo todo.
Mi hijo. Mi pequeño Lev. Ha estado viniendo aquí todo este tiempo a visitar a una desconocida porque necesita creer que honra a su madre. Porque yo lo arranqué de su tierra, de su tumba, de todo lo que le quedaba de ella.
Se arrodilla. Coloca los lirios con manos temblorosas y luego se deja caer al lado de la piedra, como si todo el peso que lleva dentro por fin lo venciera.
—No quería irme… pero aquí estoy.
(pausa)
A miles de kilómetros de ti —dice, apenas en un susurro.
La voz se le rompe y me atraviesa como una cuchilla.
—Antes, patinaba porque sentía que me acercaba a ti. Ahora siento que me alejo.
Quiero salir. Abrazarlo. Decirle que todo va a estar bien. Pero no puedo. No cuando lo escucho susurrar:
—Es ridículo. Me enamoré de la hija de la mujer que odiabas… y que yo sé que mi padre siempre amó.
Me muerdo la lengua para no soltar un gemido. Sabe más de lo que debería. O peor… lo intuye.
—Me siento traidor. Como él. Te fallé también… lo siento.
Lo veo encogerse, llorando en silencio. No es un llanto escandaloso. Es uno seco, íntimo. Como si estuviera pidiendo perdón al mundo sin esperar respuesta.
—Intenté odiarla, mamá. A las dos. Por nosotros. Por nuestra dignidad. Pero no pude. Y ahora lo entiendo. Entiendo cómo se sintió él, porque Claire es increíble… Y Anya…
Hace una pausa. Toma aire, como si esa frase fuera la más difícil de pronunciar.
—Ella es todo lo que me hace feliz. Creo que la amarías. A veces siento que se parece a ti. Sobre todo cuando patina. No tiene mi talento, pero trabaja tan duro como lo hacías tú. Y eso la ha convertido en una de las mejores.
Se tapa la cara. El sonido ahogado de su llanto me destruye.
Pero entonces, su voz se quiebra en otra dirección:
—El hielo me acercaba a ti, mamá. A ti y a papá. Era el único vínculo que teníamos los tres. Sé que él se siente orgulloso cuando gano. Lo sé. El hielo era nuestro idioma. El reflejo de la familia feliz que alguna vez fuimos.
Baja la mirada, la frente apoyada sobre la lápida.
—También era lo que me unía a Anya. Pero ya no me hace tan feliz patinar. Ni competir. Porque no te veo a ti cuando lo hago. No está ella conmigo. Y solo está Miróv… presionando.
Trago saliva con dificultad.
Lev no lo sabe, pero lo ha dicho todo. Sus pérdidas. Su soledad. Su rabia. Y su amor. Ese amor que siente por Anya… ese amor que lo quiebra… es el mismo que me unió a Claire cuando perdí a su madre.
Todo vuelve. Todo se repite.
Y ahora lo sé. Sin lugar a dudas. Si no hago algo, voy a perderlo. No solo como hijo. Voy a perderlo por completo.
Me apoyo contra un árbol. El mundo me da vueltas. No reconozco este dolor. No reconozco a mi hijo llorando frente a una tumba que no es de su madre, pero que para él lo es todo.
Y lo único que pienso es que lo he fallado.
Trago saliva. Se me humedecen los ojos. Doy un paso atrás. Piso una rama seca.
Crack.
Lev se gira de golpe.
—¿Qué haces aquí? —pregunta, como si lo hubieran apuñalado.
No contesto.
—¿Me estás espiando?
—Lev...
—¿Me estás siguiendo como un adolescente patético? ¿Tú a mí? Es ridículo. Es inmaduro de tu parte.
Quiero explicarle. Quiero decirle que no fue planeado. Que solo buscaba respuestas, buscaba a mi hijo. Pero las palabras se me trancan en la garganta.
Me mira como si no me reconociera.
—¿Viniste a burlarte? ¿A ver lo jodido que estoy? ¿A comprobar que no superé nada? Porque si era eso: felicitaciones. Aquí me tienes. Llevándole flores a una muerta que no conozco. ¿Contento?
Y ahí, en medio de su rabia, ya no veo al hombre. Veo al niño. Ocho años. Solo. En una esquina del velatorio. Sin lágrimas. Sin palabras. Con los lirios blancos destrozados entre las manos pequeñas. Con el traje negro desajustado. Con la mirada perdida.
La tumba frente a mí cambia. Ya no es la lápida de la desconocida. Es la de Lenna. Su nombre. Su fecha. Su muerte.
Veo el funeral. Escucho los gritos. El llanto contenido. El silencio que yo mismo impuse.
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Editado: 08.09.2025