El Hielo entre nosotros

25

Capítulo 25

POV: Anya
Domingo – 15:00 pm
Sala de espera

Nadie dice nada.
Nadie respira.
Nadie se mueve.

La puerta del pasillo blanco se cierra lentamente detrás del médico, como si incluso el sonido de ese clic fuera demasiado para el aire que cargamos en los pulmones. Max es el único que se levanta. Le da la mano al doctor, lo escucha, asiente. Yo apenas entiendo lo que dicen.

—Fue leve. Está estable. El corazón respondió bien. Lo importante ahora es que evite cualquier otro episodio de estrés. Tendremos que hacerle más estudios, pero saldrá de esta.

Claire, sentada con los codos sobre las rodillas, entierra la cara entre las manos. Su cuerpo tiembla. Pero no llora.

Lev está al otro lado, con la cabeza gacha, los ojos vacíos, las manos cerradas tan fuerte que sus nudillos están blancos.

Yo…
Yo no sé a quién abrazar primero.
A mi madre.
A él.
A mí misma.

Pero no puedo.
Estoy petrificada.

Es Max quien da un paso al frente. El que se arrodilla frente a Claire, el que le toma las manos y le dice bajito, con una ternura que jamás le había escuchado:

—Está vivo. Claire… está vivo.

Claire lo mira. Y entonces llora. No un llanto escandaloso. Apenas una exhalación temblorosa, un murmullo desde el fondo del alma. Max la abraza. Le acaricia el cabello como si la conociera de toda la vida. Porque la conoce.

Y yo lo miro sin entender en qué momento ocurrió eso.
En qué momento Max —el tipo que quería golpear a Dimitri hace una semana— se convirtió en el adulto que nos está sosteniendo a todos.

Pero cuando mi mirada se desliza hacia Lev… algo me hiela.
No ha pestañeado.
No ha parpadeado.

—Lev… —susurro, apenas.

No responde.

—Lev —repito, acercándome—. ¿Quieres… quieres que entremos?

Él niega con la cabeza. Ni siquiera me mira.

Max se incorpora, y es como si percibiera todo lo que yo no puedo manejar. Se acerca sin prisa, sin invadir.

—Lev —dice, suave pero firme—. Dimitri va a estar bien.

Silencio.

—No fue tu culpa —añade, con más calma aún.

Lev cierra los ojos con fuerza. Como si quisiera apagarse.

—No digas eso —susurra finalmente, y es la primera vez que escuchamos su voz desde que llegamos—. No sabes nada.

Max asiente. No lo contradice. Solo se sienta a su lado, en la misma banca.

—No, no lo sé. Pero sé lo que es quedarse sin un padre —dice, mirando al frente, sin presionarlo—. Y sé lo que es no poder decir todo lo que querías decir.

Lev traga saliva. El aire vibra entre ellos.

—Yo sí me despedí de ella —dice Lev entonces, bajísimo, como un secreto. Y esa sola frase es como si abriera una grieta en el universo.

Max se queda en silencio. No le pide más. No pregunta. Solo escucha. Y esa escucha es un acto sagrado.

—Me dijo que volvería pronto —añade Lev, mirando un punto fijo en el suelo—. Yo le creí.

Max no habla. Yo tampoco. Claire, al oírlo, apenas gira el rostro hacia él.

—Estuve ahí —dice Lev—. Cuando dijeron “lo siento”. Cuando entregaron su bufanda. Cuando la enterraron.

Y ahora sí… su voz se quiebra. Pero no llora. Lev nunca llora.
Es como si llorar fuera un lujo que no puede permitirse.

—Yo tenía ocho años.

Max aprieta los labios. Se le humedecen los ojos.
Pero no rompe el momento. No lo interrumpe.

Lev aprieta las manos otra vez.

—No sé si puedo pasar por esto otra vez.

Y es entonces cuando Max le pone una mano en la espalda. No para consolarlo. Solo para que no se hunda.
Solo para que recuerde que está aquí.

Y yo también me acerco. No sé si tocarlo, si decirle algo. Pero me siento a su lado. En silencio.

—Claire —dice Max en voz baja, mirándola con una delicadeza extraña en él—. Ve a verlo.

Ella levanta la cabeza, despacio. Parece una estatua que se resquebraja solo lo justo para no colapsar.

—¿De verdad?

Max asiente.

—Sí. Él te va a buscar a ti primero —agrega, y entonces extiende la mano, como si supiera que Claire necesita algo físico para poder moverse.

Ella se apoya en él y se incorpora. Antes de irse, le pasa los dedos por el brazo a Lev, sin decir nada. Un gesto silencioso, íntimo. Él apenas lo registra.

Max la observa desaparecer por el pasillo antes de suspirar. Se vuelve hacia mí.

—Voy por algo de beber —dice, mirando a Lev con el ceño ligeramente fruncido—. Necesita azúcar. Está pálido.

Yo asiento, sin discutir. Max se va con pasos largos. Cuando la puerta se cierra detrás de él, el tiempo parece cambiar de ritmo.

Me vuelvo hacia Lev.
Él no se ha movido. No ha dicho nada.
Es como si el silencio lo hubiera tragado por dentro.

—Mírame —le digo con suavidad, acercándome.

Lev no reacciona de inmediato, pero cuando lo hace, es lento, torpe, como si cada músculo de su cuerpo doliera. Levanto su rostro entre mis manos. Sus ojos, llenos de algo que no sé si es rabia o pena, me buscan.

—Esta vez todo sí va a estar bien —le susurro.

Él no responde.
Solo… se rinde.
Apoya la frente contra mi hombro, y luego la cabeza entera.
Y ahí, finalmente, llora.

No fuerte. No como alguien que grita.
Llora en silencio. Como quien está agotado de resistir.

Yo le acaricio el cabello, despacio. Lo siento temblar contra mí. Y siento cómo algo en mí también se rompe, pero lo sostengo. Lo sostengo con todo lo que soy.

—Estoy aquí… —le murmuro—. Te amo, Lev. Te amo.

Él niega con la cabeza, todavía apoyado en mi hombro.

—Fue mi culpa —susurra, con la voz quebrada—. Dije muchas cosas que no debí decirle.

—No creo que haya sido tu culpa —le contesto, sin soltarlo—. Ustedes siempre discuten así. Siempre.

Lev se separa apenas, lo justo para mirarme a los ojos. La intensidad de su mirada es un filo.

—Esta vez fue diferente —dice—. Estaba en el cementerio. No sé por qué fui ahí. Y él… me siguió.




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