El Hielo entre nosotros

28.

Capitulo 28:

POV: Lev
Aparcamiento del hospital

—Yo conduzco —dice Anya, alzando las llaves como si acabara de atrapar el ramo en una boda.

La miro con el ceño fruncido, sin dignarme siquiera a tomarla en serio.

—¿Perdón? No. Dame eso —respondo, extendiendo la mano.
—Lev, dije que hoy yo te cuido, ¿no? Pues cuidar incluye conducir.

Suelta esas palabras con una autoridad fingida que debería preocuparme más de lo que me molesta.

—No confío en esa licencia californiana tuya —le digo mientras intento arrebatársela con un movimiento rápido.
—¡Mi licencia está perfecta! ¿Quieres verla? Tiene hasta holograma —responde, dándole un giro dramático al plástico como si me estuviera vendiendo un coche.
—Por favor, sé que intentas animarme, pero no tengo fuerzas para pelear. En serio, sube del lado pasajero. Yo manejo.

—No —dice. Y en un movimiento que jamás vi venir, me arrebata las llaves del bolsillo del abrigo.
—¿Qué estás haciendo?
—Lo que hacen las personas responsables: cuidar a quien aman.
—¡Anya!
—Shhh —se lleva el dedo a los labios como si yo fuera un niño de cinco—. Sube, paciente.

Ella ya está sentada, cinturón abrochado, luces encendidas, retrovisor ajustado. Me subo resignado del lado pasajero. El cinturón me lo abrocho como quien se pone una soga al cuello.

---

Cinco minutos después, me estoy aferrando a la manija del techo como si eso fuera a salvarme la vida.

—¡Frena! ¡Era una rotonda! ¡TENÍAS que frenar!
—¡Lo hice!
—¿Dónde? ¿En tu cabeza? ¡Acabas de girar en tercera sin mirar el espejo!

—Exagerado —murmura Anya mientras le mete un pisotón al acelerador que nos lanza hacia adelante como si estuviéramos huyendo de la policía.
—¿¡Qué haces ahora!?
—¡Cambio de carril!
—¡Con señalización, por Dios! ¿Quién te enseñó a conducir? ¿Thiago?

—¡Thiago no sabe ni andar en bicicleta!
—Entonces explícamelo… ¿quién te enseñó a conducir?
—Max —responde con toda la seriedad del mundo.
—Ah. Claro. Ahora todo tiene sentido.

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Cuando por fin estaciona —si se le puede decir así a la forma en que subimos medio coche a la acera— salgo del coche como si me acabara de bajar de un simulador de guerra.

—Dios. Voy a vomitar del susto —digo, apoyándome contra la puerta como si necesitara oxígeno.

Anya se baja del coche tranquilamente, como si acabara de estacionar en un spa.
—¿Estás bien?
—De milagro.
—¿No te gustó el viaje?
—Me encantó. Sentí que casi llegamos al cielo.

Ella sonríe. Como si le acabara de decir que fue el mejor día de su vida.
—¡Genial! Entonces conduzco desde ahora.
—Obviamente nunca más.
—Eres un desagradecido.
—Te enseñaré. Lo prometo.
—No hace falta —responde ella, orgullosa—. Yo ya sé.

La miro. Me río. Es una risa que duele, pero no por el susto.

Porque con ella, incluso lo más desastroso… se siente como hogar.

Entramos a casa sin decir mucho.

El silencio no es incómodo, pero pesa. Anya deja su mochila en el suelo, como siempre, y camina directo a la cocina encendiendo las luces del pasillo.

Yo me detengo en la entrada, observando todo como si fuera nuevo. O como si, de repente, todo me resultara ajeno.

—Voy a darme una ducha rápida —murmuro, desabrochando la cremallera del abrigo—. Luego preparo algo de comer.

Anya se gira y alza una ceja.

—Tú relájate. Yo cocino.

—Sí, ok… solo espérame. No empieces sin mí.

—Okey —dice con una sonrisa. Y aunque intento devolvérsela, no me sale del todo.

Subí las escaleras sin prisa. La casa estaba en silencio, apenas interrumpida por el ruido suave del viento colándose por una ventana mal cerrada. La ducha corrió, el agua cayendo sobre mi piel sin lograr arrancar el cansancio.

Pero no era físico.

Cuando salí, con el cabello aún húmedo, bajé las escaleras con una falsa normalidad. Anya no había empezado a cocinar, al menos. Estaba sentada en el suelo, escribiendo algo en su cuaderno.

La pasé de largo sin hablar. Fui a la cocina. Abrí el refrigerador. Cerré el refrigerador. Me apoyé contra el mesón.

Y ahí me golpeó.

El recuerdo.

Esa maldita imagen. Yo, arrodillado frente a una tumba que no era de mi madre. Lirios blancos. La voz quebrada. Las palabras que no dije. La rabia. El vacío.

Dimitri escondido detrás de un árbol, viéndome llorar como un niño. Su espalda huyendo entre los árboles, como si escapar de mí fuera más fácil que abrazarme.

El pecho me dolió de nuevo, con ese dolor mudo que no avisa. Como si alguien me hubiese abierto por dentro y no hubiera terminado de cerrarme. La respiración se me volvió pesada.

No quería estar triste.

Pero lo estaba.

Apoyé los codos en la encimera, escondí el rostro entre las manos. Quise cerrar los ojos, pero la imagen seguía ahí. La lápida ajena. La culpa.

¿De verdad todo estaba bien ?

Sentí los pasos de Anya a mi espalda. Su voz no llegó, solo el roce de su mano en mi brazo. No dije nada. Tampoco ella. Se quedó ahí, cerca. Callada. Sabiendo que yo no necesitaba palabras, sino silencio. Y compañía.

Y por primera vez en días… respiré hondo.

No bien. No aliviado. Pero vivo.

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POV: Anya
LUNES – 17:41 p.m.
Cocina – Casa de Claire

A veces el silencio dice más que las palabras.
Y ahora mismo, mientras el agua gotea del cabello de Lev y sus hombros cuelgan un poco más bajos de lo normal, todo en él grita algo que no quiere nombrar.

Se apoya en la encimera, como si estuviera cansado de estar de pie.
Como si el mundo pesara más hoy que ayer.
Como si, en algún momento del día, alguien le hubiera arrancado el corazón y él hubiera seguido caminando como si nada.

Y yo…
Yo lo veo.
No necesito que me lo diga.

—Ahora dime —rompo el silencio, apoyándome junto a él, tratando de no sonar demasiado suave ni demasiado fuerte—. ¿Cuál es tu comida preferida?




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