Capitulo 43.
POV Lev
El murmullo del estadio llegaba hasta el vestuario como un rugido lejano. La tela de mi traje crujía bajo mis manos temblorosas mientras ajustaba el cierre. Sentía el corazón acelerado, no por la competencia, sino por el peso de todo lo que cargaba desde ayer.
Honey estaba frente a mí, pálida, con los labios mordidos y la mirada clavada en el suelo.
—Tranquila —le dije, intentando sonreír—. Va a salir bien. Te ves muy bien.
Ella no reaccionó. Ni un pestañeo. De pronto, levantó la vista y sus ojos estaban húmedos.
—Lev… tengo que decirte algo.
—¿Sí? —me incliné un poco, pensando que era un ataque de nervios—. Oye, tranquila, no pasa nada.
Ella negó con la cabeza, frenética.
—No, no tiene que ver con lo que sientes o con la competencia. Tiene que ver con… con Mirov.
Sentí un golpe seco en el pecho, como si alguien me hubiera quitado el aire.
—¿Qué con Mirov? —pregunté, serio.
Honey tragó saliva.
—Prométeme que no me interrumpes, solo… solo escúchame.
Asentí, aunque el nudo en mi estómago empezó a apretarse.
—Yo no debería estar aquí. Este… este no era mi lugar —empezó, con la voz quebrada—. Yo estaba en Rusia, tranquila, entrenando, cuando mi padre me obligó a hacer las maletas y me trajo hasta acá.
—¿Tu… padre? —repetí, cada palabra pesada como plomo.
Ella apretó los ojos.
—Mi padre es Mirov.
El silencio me partió en dos. El eco de esas palabras me atravesó como una cuchilla.
Honey continuó, atropellada:
—Él me dijo: “Te conseguí una estrella en el hielo, uno de los mejores que he visto en años. Un diamante en bruto. Tu trabajo será pulirlo, fundirte con él… y apartar del camino a su ex pareja”. —Respiró entrecortada—. El problema era Anya. Él mismo se encargó de quitártela.
—No… —murmuré, en un susurro incrédulo—. Ella… ella se cayó. No pasamos a las regionales…
—¡Sí pasaron! —me interrumpió, temblando—. La federación nunca negó su participación. Fue mi padre. Él decidió que Anya quedara fuera y que tú siguieras sin ella. Y Anya… lo ayudó, Lev. Rompió contigo sin saber que te empujaba a caos.
Mi garganta se cerró. Una parte de mí quería creerla, otra gritaba que no, que era imposible.
—No… no puede ser… —mis manos se cerraron en puños.
Honey dio un paso adelante, con lágrimas corriendo por sus mejillas.
—Yo no quería, te lo juro. Pero no tuve opción. Mi trabajo era enamorarte, convertirme en tu pareja de ensueño. Yo… yo no lo pedí, Lev, ¡pero tampoco pude detenerlo!
El calor en mi pecho se transformó en fuego.
—¡Sí tuviste opción! —grité, la voz quebrada—. ¡Siempre tuviste opción! Me engañaste. TODO este tiempo me engañaste.
—Lev…
—¡Anya tenía razón contigo! —mi voz retumbó en las paredes del vestuario—. ¡Nunca se equivocó! ¿Y yo? ¿Yo qué fui para ti? ¿Un experimento? ¿Un plan de tu padre?
Honey cayó de rodillas, sollozando.
—Perdóname… por favor…
Sentí el corazón romperse en pedazos. Una rabia que nunca había sentido me quemaba los huesos.
—¿Perdonarte? —solté, con los dientes apretados—. ¿Jugaste con mi vida, con mi corazón, con lo que soy? ¿Viste cómo me hundía, cómo me destrozaban, y callaste? ¿Te divertías mirándome caer?
—¡Nooo! ¡Nunca fue así! —gritó ella, temblando, con las manos en el rostro.
Me incliné sobre ella, el veneno en la garganta.
—¿Y ahora? ¿Ahora vas a quitarte los patines? ¿Después de destrozarme, después de usarme, después de todo lo que hiciste?
Ella bajó la mirada, intentando desatar las correas.
—No puedo… no puedo patinar así…
El rugido salió de lo más profundo de mí:
—¡Pues no me importa! Yo patiné con el corazón roto, humillado, ebrio, lesionado… y tú me lo debes. ¡Ahora te los pones y PATINAS!
El eco de mi grito quedó vibrando en las paredes. Honey sollozaba, con los patines aún en las manos, y yo sentí que toda mi rabia y mi dolor ardían en ese instante. No había marcha atrás.
***
POV Anya – Pista de Hielo
Los vi salir juntos del vestuario. Honey con los labios apretados, los ojos rojos aún húmedos; Lev con el mentón erguido, la mandíbula tensa como acero. No había duda: algo había pasado ahí dentro. Algo grande.
El presentador anunció sus nombres, y un rugido de aplausos llenó la arena. Yo me quedé quieta, con los brazos cruzados sobre el pecho, clavando mis uñas en la piel para no temblar.
La música comenzó: los primeros acordes de Romeo y Julieta, pero en esa versión oscura, desgarrada. Los violines rasgaban el aire como cuchillas.
Lev entró al hielo como un lobo desatado. Cada paso era preciso, brutal, marcado por una rabia que le atravesaba los gestos, la mirada, incluso la forma de respirar. Sus ojos brillaban con esa oscuridad que yo conocía bien: la del dolor profundo.
Honey, en cambio, parecía una mariposa con las alas rotas. Su papel era el de la luz, el ángel que debía salvarlo, pero cada giro suyo tenía un temblor, cada salto estaba impregnado de miedo. Yo lo veía desde la grada y sabía que estaba destrozada.
Él, en cambio… él bailaba perfecto. No había error en sus saltos triples, en los giros violentos que arrancaban gritos del público. Pero esa perfección no nacía del amor al patinaje, sino de la rabia contenida.
Cada vez que la tomaba de la cintura, parecía más un castigo que una caricia. La levantaba con fuerza, la arrojaba al aire como si no pesara nada, y la atrapaba con manos duras, sin ternura. El público veía intensidad. Yo veía furia.
Honey tropezó en un giro, apenas un segundo, pero bastó para que su inseguridad se notara. Yo mordí el labio. Él no la soltó. La arrastró consigo, la obligó a continuar, como si la rutina no admitiera su debilidad.
Y entonces llegó la parte final, el clímax de la obra: el beso de Romeo y Julieta. Yo contuve el aliento.
Honey lo miró, temblando, incapaz de acercarse. Su miedo era visible incluso desde mi asiento. No quiso hacerlo. Cerró los ojos, ladeó el rostro.
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Editado: 30.08.2025