El Hijo del Alpha

Descarada

El rancho colibrí

 

El camino era el mismo, no hubo necesidad de pedir ayuda para llegar, sin embargo, el taxista insistió en explicarle cada detalle de ese alejado lugar… como si ella fuera una foránea en esas tierras. 

—Al rancho el colibrí va poca gente, dicen que la patrona es más mula que las mismísimas mulas. No le da trabajo a los foráneos —insistió por quinta vez. 

Ximena no contestó nada, tenía cosas más importantes que pensar, que ponerle atención a los comentarios del taxista, quien decoraba su vehículo con un tapiz colorido afelpado en pleno agosto, donde el calor era infernal.

El dolor de espalda también la estaba matando, prefirió callar, hubo un silencio largo y después el rancho el colibrí se dejó ver a unos cuantos metros.  

Lo recordaba desértico, solitario y aburrido, y para su suerte parecía seguir igual. Un nervio bajó hasta su estómago al mismo tiempo que la boca se le secaba. 

Por más que pensó en algún otro lugar donde poder ir, ese seguía siendo su mejor opción y a la vez la peor.  

Habían pasado muchos años, tantos que se juró que jamás iba a volver. Se tomó su tiempo cuando el taxi se detuvo frente al arco que daba la bienvenida. 

—No puedo entrar. 

—¿Por qué? — cuestionó por inercia Ximena o para darse más tiempo. 

—Ya le dije, la patrona del rancho es muy especial. Tendrá que caminar a partir de aquí… ¿Cuánto tiempo tiene?

—No hay problema, cóbrese —dijo lanzando un billete que doblaba el costo del viaje. El taxista agradeció el gesto de Ximena, sin embargo, ella no lo había hecho de buena fe, solamente quería bajar del vehículo.  

Avanzó por el camino con su pequeña mochila a la espalda donde guardaba lo poco que aún era, o lo mínimo que quedaba de su vida lejos de ese rancho. No sabía que le esperaba, y no podía evitar que el corazón le latiera en el pecho con frenesí.  

La última imagen que tenía de ese empedrado sendero era a su hermana gritando por ella, sin embargo, Ximena no miró atrás cuando la abandonó y en ese momento aquello bajó de golpe revolviéndole el estómago, se había sentido indispuesta desde que amaneció y ahora era mayor su malestar. 

El rancho el colibrí fue fundado por sus abuelos, y su padre continuó con el legado por ser el mayor, sin embargo, no había tenido nada de suerte, la tierra era seca, los animales dejaron de reproducirse, las cabezas de ganado fueron careciendo en esas hectáreas y así los años fueron volviéndose interminables, crueles, las deudas no perdonaban y un día simplemente su madre los abandonó. Ximena le dio la razón tiempo después, nadie podía vivir en un lugar así. 

Llegó a la puerta principal de la casa, era grande, una hacienda que en algún momento fue la más reconocida de ese pueblo, pero ahora se llenaba de polvo dorado, porque la tierra allí brillaba, sin embargo, era lo único bonito que tenía. El lugar estaba desértico, pensó en tocar la puerta y anunciarse.  

Algunos ladridos llamaron su atención, caminó hacia el costado derecho donde podía ver hacia la parte trasera y las lágrimas se le contuvieron en los ojos al reconocer a su padre sentado debajo del almendro al que acudía cuando necesitaba pensar. Los años se habían acumulado en su cabello, era blanco como las nubes y las arrugas trazaban sus manos al igual que su rostro. 

Su corazón se oprimió al darse cuenta de que permanecía en una silla de ruedas mientras un perro jugaba frente a él.  Ya no era el hombre fuerte, erguido y gallardo que recordaba.  

—¡¿Qué haces en mis tierras?! — escuchó detrás de ella al igual que el sonido de un arma cargada y lista. Ximena giró el rostro, asustada. Se encontró con una escopeta apuntándole directamente a la cabeza y detrás un par de ojos claros idénticos a los de su madre.  

Si no fuera por la diferencia de edades juraría que era ella, sin embargo, el parecido de Valentina era indiscutible. Al ser la mayor heredó la belleza de su madre, los rasgos feroces, la nariz puntiaguda, pero también la mirada dura de su padre. Había algo más, una expresión de fastidio, hartes, enojo, sin rastro de la mirada dulce e inocencia de la niñez.  

—¡Valentina! ¿Qué sucede? —cuestionó su padre acercándose con dificultad.  

—Una intrusa —pronunció entre dientes sin bajar el arma. Ximena miró a su padre, quien abrió los ojos con demasía.  

—Chía —declaró con premura con la respiración entrecortada. Valentina tenía trece años sin escuchar a su padre pronunciar esa palabra.  

Valentina había viajado al pueblo para recoger unos estudios que el médico le había mandado hacer, por la lejanía tuvieron que enviarlos fuera y tardaron quince días en llegar. Al acercarse al rancho se topó con un taxi, nadie visitaba sus tierras, eso le llamó la atención.  

Bajó del vehículo topándose con la mujer frente a ella merodeando la propiedad. Valentina estaba cansada de lidiar con los compradores que deseaban obtener esas tierras, de las personas que solo los acosaban, los cobradores, sumado a la noticia que había recibido del médico, no tenía humor de soportar a nadie.  

Pero de todas las posibilidades jamás creyó que esa desconocida era su hermana menor... aquello fue como recibir un balde de agua frío en pleno invierno.  




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