Valentina no supo si fue la falta de alimento, el desvelo o la hora, pero el estómago se le revolvió. Ximena se fue dejando a su hijo, un recién nacido.
Se alejó de su padre quien la llamó en repetidas ocasiones, entró a la habitación donde había estado su hermana, encontró la cama vacía. La mochila que había traído no estaba.
Comenzó a sentir una bruma tomar su alrededor, un pitido sonó en su oído derecho, tomó las sábanas y colchas con ambas manos; y las lanzó con fuerza. Pateó la cama, el dolor de su rodilla se activó, pero, aun así, no dejó de golpear y gritar. No sabe en qué momento todo estalló en su interior.
Respiró pesadamente en varias ocasiones dejando que el dolor pasara. Miró hacia la puerta donde Margarita la observó con tristeza.
—Querías que viera el lado bueno, aquí tienes el maldito lado bueno — dijo alzando los brazos para que mirara la habitación vacía.
—Valentina…
No le dio tiempo de hablar, dejó la habitación sin mirar atrás, Margarita estaba muy confundida, intentó entender a Ximena, pero dejar a un hijo recién nacido no le cabía en la cabeza, aunque fuera lo que fuera, era su hijo.
Valentina buscó su caballo y cabalgó a toda velocidad. Los pocos trabajadores que quedaban tenían la tarea de dejar su corcel listo para no perder tiempo en la montura, aunque era algo que ella disfrutaba hacer, agradecía el gesto más en momentos donde tenía que salir rápido por algún percance con el ganado.
Ahora, sin tener a dónde ir, simplemente se dedicó a correr en los alrededores para despejar su cabeza, el dolor en su rodilla no pasaba, y era un recordatorio latente de que su pierna iba a perder
¿Cómo podía Ximena hacerles eso? Su egoísmo siempre fue persistente con el paso de los años, pero hacérselo a su hijo. A caso ella jamás sintió la ausencia de su madre, no gracias a Valentina, sin embargo, no era igual.
Valentina si sintió la ausencia de su madre, cuando más la necesitó, cuando debió ser ella la que le hablara de los cambios de niña a mujer, los novios, ayudarla a alistarse para su primer baile en el pueblo, las pláticas y las confesiones que solo se hace a una madre, el apoyo cuando le rompieron el corazón, o el consuelo cuando únicamente la usaron y desecharon su cuerpo como una hoja de papel.
Valentina si necesitó una madre, pero no hubo tiempo de gritarlo… porque estaba sola frente a un rancho que moría al paso de los días. Con un padre alcohólico que escondía su tristeza en las botellas de ron, al que el mundo se le vino encima y no supo cómo responder.
No obstante, Valentina es fuerte… y nadie se preocupó por ella.
Recorrió lentamente a las orillas del rancho con el sol en lo alto, tenía que regresar, copo de nieve debía tomar agua y ella comer algo, aunque no tuviera hambre. Detuvo a su caballo cuando notó un par de ardillas correr, había pasado mucho tiempo desde que vio una por última vez.
Regresó al rancho sedienta, acomodó a su caballo en su establo, le quitó la montura y le ofreció agua.
—Perdóname —dijo levemente mientras lo acariciaba, se sentía culpable de haberlo sacado así.
Tomó asiento sobre una paca de alfalfa y esperó, realmente ni ella misma sabía qué, pero entrar a la casa era enfrentarse a una realidad que no deseaba afrontar. Un niño recién nacido hijo de un hombre lobo. ¿Qué podían hacer ellos? La vida allí era difícil, con un niño las cosas se triplicarían. Sin embargo, abandonarlo sería igual de cruel que dejarlo vivir en esas tierras decadentes.
—Mi mamá te vio regresar —exclamó Josefa dejándose caer a su lado.
—No tengo humor de entrar a la casa —dijo con poca energía.
—Ximena es una desgraciada —declaró su mejor amiga —. Aunque mi madre diga que tiene sus motivos, ella sabe lo que es que tu madre te abandone.
—Somos mala hierba —pronunció Valentina jalando la alfalfa para jugar con ella entre sus dedos.
—No, tú eres una flor Valentina… una muy peculiar queriendo florecer en esta tierra desértica.
—Déjate de tonterías —sonrió levemente la castaña. Josefa había logrado su cometido.
—Aunque creas que nadie ve lo que haces, yo si lo hago… —dijo sinceramente mirándola a los ojos. Josefa era su hermana, la única en quien confiaba y por la que daría todo su esfuerzo.
—Tengo cáncer, Jose —confesó y la mirada de Josefa fue turbándose.
—No, Valentina —murmuró en un agudo lamento.
Por más que el médico intentó suavizar la realidad, ella sabía muy bien a lo que se iba a enfrentar, la premura de los estudios, la urgencia por la cirugía. Los folletos, la ayuda psicología que le estaba ofreciendo. No era tonta… estaba enferma.
—Debo operarme…
—Entonces tiene cura —dijo limpiándose las lágrimas del rostro.
—No lo sé… no quiero que papá sepa, con el hijo de Ximena aquí, es más que suficiente para lidiar. Solo tú y Margarita deben saberlo.
—A mamá se le romperá el corazón —indicó limpiándose la nariz.
Valentina no dijo nada más, se dejó caer de espalda para mirar el techo agrietado de la caballeriza, solo si tuviera más tiempo para poder ver ese rancho lleno de vida, era su mayor deseo, ver el rancho colibrí renacer.