El Hijo del Ceo

012

Esa misma noche, Vanesa permaneció en el baño unos minutos más, recuperándose. El sabor amargo en su boca y la incomodidad en su estómago aún persistían, pero sintió por un instante cómo la rabia del momento hubo reemplazado el malestar unos ligeros segundos.

La insinuación de Alejandro de que había estado tomando alcohol la había dejado dolida, más que molesta, y aquel portazo que había dado no parecía haber sido suficiente para liberar toda la tensión que sentía.

Finalmente, se enjuagó el rostro con agua fría, tomó una bocanada de aire y, cuando estuvo lista, salió del baño. Al regresar a la habitación, notó que Alejandro ya no estaba allí. La puerta entreabierta dejaba ver un tenue resplandor en el pasillo; él seguramente había regresado a la cocina o se había retirado a otra parte de la casa, dejándola sola.

Suspirando, Vanesa se dejó caer sobre la cama y cerró los ojos un momento, posando una mano en su vientre casi de manera inconsciente. Tras un instante de silencio, sus ojos se posaron en el reflejo de la luz que repelía un metal en la mesita de noche. Junto a la lámpara, un llavero con un par de llaves. Se quedó mirándolas un instante, extrañada. Alejandro le había mencionado que recogería esas llaves de la casa de su madre, pero no pensó que ya lo hubiera hecho. Al menos, no le había comentado nada al respecto. Por primera vez su esposo había tenido muy en cuenta su petición y aquel gesto la desconcertó, pero también le dio cierta sensación de tranquilidad.

Sin darle más vueltas, guardó las llaves en el cajón de la mesita, en el fondo agradecía que Andrea ya no las tuviera.

Horas después cuando Alejandro decidió regresar a la habitación, encontró a Vanesa acurrucada a medio cuerpo plácidamente dormida en la cama. Era temprano para dormir y ella no había cenado, pero Alejandro tampoco pensaba cuestionárselo.

Alejandro se acomodó en el sillón cercano a la cama, sin poder evitar hundir sus narices en el trabajo tomó unos documentos, pasó el tiempo y hizo tarde, la habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por el tenue resplandor de la pantalla del portátil. Él, recostado en un sillón junto a la cama, revisaba sus correos con el ceño fruncido, completamente absorto en varias propuestas. La tranquilidad de la madrugada solo se veía interrumpida por el suave sonido de su respiración y el ocasional clic del ratón y las teclas.

Vanesa, en cambio, dormía inquieta. Se acurrucaba y estiraba bajo las cobijas, como intentando encontrar calor, pero su cuerpo parecía incapaz de mantenerse cómodo. Un escalofrío recorrió su piel y, en un reflejo, murmuró algo en voz baja, apenas un susurro de incomodidad. Alejandro alzó la vista brevemente, observando cómo se movía bajo las sábanas.

Su esposo, al ver el movimiento inusual, sus ojos se desviaron un momento de la pantalla y se fijaron en ella. Su expresión, normalmente fría e imperturbable, pareció suavizarse por un instante. Cerró el portátil lentamente, intentando no hacer ruido, y se acercó a la cama.

Vanesa murmuró algo de nuevo, su respiración parecía más agitada, y su rostro tenía un ligero rubor. Alejandro extendió la mano, de forma casi inconsciente, y la posó suavemente sobre la frente de su esposa. Su piel estaba tibia, un poco más de lo normal, y aunque no tenía fiebre, percibió una cierta fragilidad en su estado. Se quedó mirándola un instante, dudando si debía despertarla o simplemente arroparla mejor.

Con un suspiro leve, como si no quisiera admitir para sí mismo que le preocupaba, Alejandro tomó el borde de las sábanas y se las subió hasta los hombros con delicadeza, tratando de darle algo de calor. Observó cómo su respiración se calmaba un poco y se quedó así, de pie junto a la cama, sin saber muy bien cómo actuar. Era como si de repente estuviera meditando la bella armonía de sus rasgos.

—Vanesa… —murmuró suavemente, sin intención real de despertarla, solo para sentir el sonido de su nombre en la quietud de la habitación.

Ella se movió un poco, girando el rostro hacia él, y por un segundo pareció sonreír en sueños. Alejandro retiró la mano, un tanto incómodo, y volvió a quedarse en silencio. Entonces, sin más, se apartó y regresó a su silla, intentando disimular la súbita preocupación que había sentido. Miró su portátil, pero el interés por el trabajo ya no era el mismo; algo lo distraía, y aquella expresión pacífica de Vanesa, dormida y envuelta en las sábanas, se le había quedado grabada.

Sin entender del todo por qué, Alejandro miró de reojo a Vanesa, lanzándole una mirada sutil, dudó pero finalmente cerró el portátil y se metió a la cama. Y como si tuviera todo el derecho, se abrazó a ella.




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