La habitación estaba un poco desordenada, después de una larga conversación telefónica con su mejor amiga, Vanesa, de pie junto a la cama, doblaba cuidadosamente una camisa y la colocaba en la maleta abierta. Su rostro mostraba concentración, pero sus pensamientos estaban lejos de la tarea. Podía sentir la presencia de Alejandro detrás de ella, en el sillón junto al ventanal. El silencio entre ellos era cómodo, pero cargado de una tensión que parecía llenar el aire.
Mientras Vanesa reflexionaba sobre todo lo que le había comentado Alejandro en la charla que tuvo con su padre, caía en cuenta de que aquel encuentro le había servido tantísimo a su esposo, parecía como si en silencio esperaba escuchar aquellas palabras, como si necesitara tener una aprobación que aunque no necesitaba quería tener. Aunque las relación entre Alejandro y su padre no iba a cambiar tan de súbito aquel encuentro fue un buen comienzo.
Vanesa se inclinó un poco para alcanzar unas medias.
—¿Seguro que no necesitas llevar más? —preguntó ella sin volverse, rompiendo la quietud.
Alejandro levantó la mirada del periódico que sostenía. Había pasado más tiempo mirándola que leyendo.
—Vanesa, vamos a Seúl, no a una expedición polar. Todo lo que necesito está ahí. —Su voz era baja, casi suave, pero cargada con esa gravedad que lo hacía parecer siempre a punto de decir algo importante.
Vanesa dejó escapar un suspiro y se giró para mirarlo.
—Bien, pero no quiero que luego digas que olvidaste algo porque te advertí que...
—Siempre tienes algo que decir, ¿no? —interrumpió él con una leve sonrisa que desapareció tan rápido como llegó.
Ella alzó una ceja, cruzándose de brazos.
—Alguien tiene que hacerlo.
Un destello de diversión pasó por los ojos de Alejandro, pero rápidamente desvió la mirada. Esa mezcla de autoridad y desafío en ella lo desconcertaba, era como si lo atraía.
Vanesa volvió a la maleta, moviendo las manos con precisión pero sin mirar realmente lo que hacía.
—¿Te arrepientes de haberme pedido que te acompañara? —preguntó de repente, su tono neutral, aunque la pregunta llevaba una trampa emocional evidente.
Alejandro se levantó del sillón, sus pasos firmes llenando la habitación mientras se acercaba.
—Al contrario. Me habría arrepentido si no lo hiciera. —Se detuvo a pocos pasos de ella, mirándola de manera fija. La proximidad hizo que Vanesa sintiera un leve calor, aunque no lo dejó notar.
—Eso fue… inesperado. —Ella intentó bromear, pero la seriedad en sus palabras no encajó con el intento de humor.
Alejandro suspiró, pasándose una mano por el cabello.
—Mira, sé que esto no es lo que habías planeado para tu vida. Yo tampoco planeé... esto. Pero estoy tratando de... hacerlo bien. —Su voz bajó al final, como si no estuviera acostumbrado a ser tan vulnerable.
Vanesa lo miró, sus ojos suavizándose.
—Lo sé. Y creo que, para ser alguien tan… —hizo una pausa como su intentara encontrar la palabra idónea—… tan tu.., lo estás haciendo bien.
Una pequeña sonrisa se asomó en los labios de Alejandro, un momento que parecía casi íntimo.
—Espero que eso sea bueno.
La tensión se rompió cuando Vanesa cerró la maleta de un golpe suave.
—Listo. Ahora solo espero que en Corea no te dé por mandarme al exilio si no estás de acuerdo con mis opiniones.
Alejandro dejó escapar una risa breve, más un murmullo bajo, pero sincero.
—No prometo nada.
Ordenaron todo para el viaje, poco después Roger les acompañó al aeropuerto.
La sala de espera de primera clase estaba decorada con maderas oscuras y asientos de cuero que exudaban lujo. Alejandro, vestido con un traje impecable, hojeaba su teléfono mientras Vanesa observaba a los demás pasajeros con curiosidad. Sentados uno al lado del otro, había un espacio pequeño entre ellos, pero la tensión seguía presente como un hilo invisible.
—¿Siempre viajas así? —preguntó ella, rompiendo el silencio.
Alejandro levantó la mirada del teléfono.
—Cuando se trata de negocios, sí. Es más eficiente.
Vanesa asintió, aunque no pudo evitar un tono irónico.
—Eficiente… claro, porque los sillones de cuero y las copas de champán son absolutamente esenciales para hacer negocios.
Alejandro sonrió, esta vez un poco más amplio.
—No es tanto por eso. Es más fácil pensar sin los gritos de un niño pateando tu asiento.
Ella soltó una risa ligera, y por un momento, ambos se miraron, compartiendo la broma como si fuera un pequeño puente entre sus diferencias.
—Espero que te acostumbres a los gritos de los niños —resaltó Vanesa—. Muy pronto tendrás a uno corriendo por todos lados.
Alejandro le regaló una mirada cautelosa como si eso no lo hubiera contemplado.
—Estoy deseando vivir eso —añadió no muy seguro, pero divertido.
Cuando el vuelo fue anunciado, Alejandro se levantó primero y le ofreció la mano para ayudarla. Vanesa dudó un segundo, pero la aceptó.
—No sabía que fueras tan caballeroso. —Sus palabras tenían un toque burlón, pero la expresión en su rostro era de sorpresa genuina. Alejandro no solía ser demasiado atento con ella.
—A veces puedo sorprenderte —respondió él.
La llegada a Seúl fue rápida y eficiente. Los pasillos del aeropuerto estaban llenos de letreros en coreano e inglés, y la ciudad parecía vibrar incluso desde los ventanales del auto que los recogió. Vanesa miraba por la ventana, fascinada por las luces de neón, los rascacielos modernos y los templos tradicionales que se asomaban aquí y allá entre los edificios.
—Es impresionante —dijo en voz baja ella.
Alejandro, sentado junto a ella en el auto, observaba la ciudad con una expresión más tranquila.
—Lo es. Es una mezcla perfecta entre tradición y modernidad.
El hotel era, sin duda, uno de los más lujosos que Vanesa había visto. El lobby estaba decorado con madera tallada y enormes lámparas de cristal, y el personal los recibió con una reverencia que a ella le resultó casi teatral.
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Editado: 10.12.2024