El Hijo del Ceo

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El bullicio llenaba el aire. Decenas de cámaras, micrófonos y reporteros se arremolinaban frente al flamante centro comercial, mientras una multitud de curiosos y compradores esperaban ansiosos el momento de la inauguración. Las calles aledañas estaban abarrotadas; la apertura de este mega proyecto, que prometía revolucionar la economía local, había atraído a gente de diferentes ciudades e incluso de otros países.

En el centro del escenario, Alejandro Adán y su socio, Kim Ho, se encontraban junto a un inmenso lazo rojo que simbolizaba el inicio oficial de operaciones del lujoso complejo. Alejandro sostenía en sus manos un par de tijeras doradas, listas para cumplir con la ceremonia protocolar. Pero después de leer el mensaje de su madre eso pasó a segundo plano.

—Aquí tienes, Kim Ho —dijo Alejandro, extendiendo las tijeras hacia su socio—. Haz los honores. Yo no puedo quedarme.

La voz de Alejandro era firme, pero su mirada estaba fija en algún punto más allá de la multitud. Su tono no admitía réplica.

Kim Ho arqueó las cejas, visiblemente sorprendido.

—¿Qué sucede? Este es el momento que hemos planeado durante meses.

—Mi hijo está a punto de nacer —respondió Alejandro, con una urgencia que no pudo disimular.

La confesión provocó un revuelo instantáneo. Los flashes de las cámaras se intensificaron, y un murmullo recorrió a la multitud. La imagen del empresario abandonando la ceremonia justo antes del momento más esperado captó la atención de todos.

Sin esperar otra reacción, Alejandro descendió del escenario improvisado con pasos rápidos, ignorando las preguntas de los periodistas y las exclamaciones de los asistentes.

—¡Alejandro, una palabra! ¿Su hijo ya va a nacer? ¿Cómo está su esposa? —gritaron algunos reporteros, pero él los dejó atrás sin responder.

Cruzó el flujo interminable de personas que abarrotaban la calle principal y llegó a su coche. Su chófer, Roger, tenía el día libre, así que él mismo se puso al volante. Encendió el motor y trató de abrirse paso por las congestionadas calles del centro. Pero avanzar resultó casi imposible.

El tránsito estaba completamente detenido. Los vehículos no se movían, y las aceras rebosaban de peatones. Alejandro golpeó el volante con frustración, mirando el reloj cada pocos segundos. Cada minuto que pasaba lo sentía como un martillazo en la mente.

—Vamos, vamos... —murmuró entre dientes, mientras intentaba avanzar unos metros. Pero pronto comprendió que no llegaría a tiempo si seguía esperando.

Apagó el motor de un tirón y salió del coche. La multitud lo reconoció al instante, y algunos lo siguieron con la mirada, extrañados por su actitud. Alejandro comenzó a correr, esquivando a las personas que caminaban distraídas. Su corazón latía con fuerza; no sabía si era por la carrera o por los nervios.

En una esquina, mientras esperaba un semáforo, vio a un adolescente montado en una bicicleta. Sin detenerse a pensar demasiado, sacó un puñado de billetes de su bolsillo y se precipitó hacia el joven.

—Toma esto, necesito la bicicleta —dijo Alejandro, casi sin aliento.

El chico apenas tuvo tiempo de reaccionar.

—¿Qué? ¡Oye! —protestó, mientras Alejandro se subía al vehículo y comenzaba a pedalear con fuerza.

La bicicleta era demasiado pequeña para él, pero eso no le importó. Se impulsó como si su vida dependiera de ello, esquivando autos, motos y peatones mientras cruzaba las calles abarrotadas. Sus pulmones ardían y sus piernas dolían, pero no podía detenerse. Cada segundo contaba.

Finalmente, el imponente rascacielos hospitalario apareció ante él, brillando bajo las luces de la ciudad. Sin detenerse a buscar un lugar para estacionar la bicicleta, la dejó tirada en la entrada y corrió hacia las puertas automáticas.

Un puñado de reporteros ya estaba allí, pero aún no eran muchos. Parecía que acababan de llegar y todavía no entendían del todo la situación. Alejandro los ignoró por completo y entró al edificio, respirando con dificultad por el esfuerzo.

En la sala de espera principal, reconoció a su madre, y al padre de Vanesa, Ernesto, sentados en los sillones de cuero. Ambos hablaban en voz baja, con expresiones de preocupación.

—¿Dónde está Vanesa? —preguntó Alejandro al llegar al mostrador de recepción.

La recepcionista, una mujer joven y profesional, tecleó algo en su computadora antes de responder.

—Señor Adán, su esposa está siendo preparada para el parto. El doctor León está con ella. En cuanto termine la preparación, lo llamaremos para que pueda ingresar.

—Quiero estar ahí. No quiero que hagan nada sin mí —insistió Alejandro, con un tono firme que no admitía discusión.

—Lo tendremos en cuenta, señor solo será prepararla y le llamamos —respondió la recepcionista con calma.

Aunque las palabras eran tranquilizadoras, Alejandro no logró calmarse del todo. Respiró hondo y se acercó a su madre y a Ernesto.

—Madre, Ernesto —saludó con un breve asentimiento—. ¿Han sabido algo más?

—Nada nuevo, hijo —respondió Andrea, poniéndose de pie para abrazarlo. Su abrazo era cálido, pero Alejandro apenas lo sintió.

—El doctor solo dijo que todo estaría bien, pero estas cosas siempre son angustiantes —añadió Ernesto, con las manos cruzadas sobre su regazo.

Alejandro asintió, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Miraba constantemente hacia el pasillo que llevaba a las salas de parto, esperando que alguien viniera a buscarlo.

Minutos después, las puertas automáticas se abrieron de nuevo, y Emma y Thomas entraron apresuradamente. Ambos tenían las mejillas encendidas y respiraban con dificultad, como si hubieran corrido todo el camino.

—¡Alejandro! ¿Dónde está Vanesa? ¿Qué ha pasado? —preguntó Emma, visiblemente alterada.

—Está dentro. Dicen que todo está bien, pero todavía no sé nada concreto —respondió él, intentando mantener la calma.




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