El Hijo del Ceo

044

El hospital estaba en calma. Alejandro caminaba de un lado a otro en la sala de espera, con los brazos cruzados y los ojos fijos en el suelo, como si con cada vuelta que daba pudiera acelerar el tiempo. Ya habían pasado horas desde que firmó los documentos necesarios para trasladar a su hijo al arca neonatal, pero no podía irse. Algo en su interior se negaba a abandonar el hospital.

Ernesto, el padre de Vanesa, estaba sentado en una de las sillas cercanas, observándolo con una mezcla de compasión y respeto. Finalmente, habló.

—Alejandro, entiendo por lo que estás pasando. Puedo imaginar lo que debe ser estar en tu lugar, pero si necesitas quedarte, hazlo. No te voy a juzgar por eso.

Alejandro se detuvo y lo miró, agradecido. Sabía que Ernesto estaba tan preocupado como él, pero había algo en su mirada que le transmitía apoyo.

—No pude estar en el parto de nuestro hijo —dijo Alejandro con voz temblorosa, rompiendo el silencio.

Ernesto asintió, y antes de que pudiera responder, Andrea, la madre de Alejandro, se acercó. Había llegado hacía un rato, luciendo más despejada después de dormir unas horas en casa.

—Alejandro, déjame llevarme al bebé —ofreció con suavidad—. Lo cuidaré en casa mientras esperas aquí. Necesitas estar al lado de Vanesa, y yo me aseguraré de que el pequeño esté bien.

Alejandro dudó por un momento. Miró a su madre y luego a Ernesto, y aunque una parte de él se resistía a separarse del bebé, sabía que su madre tenía razón.

—Está bien —aceptó al fin—. Pero en cuanto despierte… quiero que el bebé esté con ella. Es lo primero que va a querer ver.

Andrea sonrió con ternura y asintió. Antes de que pudieran si quiera moverse. De repente, el sonido de pasos apresurados interrumpió la calma del pasillo. Alejandro se giró justo a tiempo para ver a una doctora acercarse con una expresión que no había visto en días: una sonrisa radiante.

—¡Despertó! —anunció la doctora, casi sin aliento—. Vanesa está despierta y preguntó por usted y por el bebé.

Antes de que la doctora pudiera decir algo más, Alejandro salió corriendo. No pidió permiso, no esperó indicaciones. Su corazón latía con fuerza mientras cruzaba el pasillo, esquivando a enfermeras y pacientes. Por fin, llegó a la puerta de la habitación. Se detuvo un segundo para tomar aire y entró.

Vanesa estaba allí, recostada en la cama. Su piel, aunque aún pálida, parecía haber recuperado un poco de color. Sostenía al bebé en brazos con cuidado, como si el pequeño fuera lo más precioso y frágil del mundo. Sus ojos, cansados pero brillantes, se alzaron hacia Alejandro, y una sonrisa suave apareció en su rostro.

—Alejandro… —susurró.

Él se quedó congelado por un momento, asimilando la escena. Su esposa estaba despierta. Su bebé estaba en sus brazos ya. Era un cuadro que nunca se había atrevido a imaginar en las horas más oscuras de su espera. Se acercó lentamente, con los ojos llenos de lágrimas. La besó en los labios y se arrodilló junto a la cama.

—No sabes cuánto me asustaste —dijo con la voz quebrada, tomando una de sus manos—. Pensé que te perdía… pensé que nunca volvería a verte.

Vanesa lo miró con ternura, acariciando suavemente su rostro con la mano libre.

—Lo siento… —susurró—. No quería asustarte.

Alejandro negó con la cabeza y dejó escapar una risa ahogada.

—No vuelvas a hacerlo. Por favor, no vuelvas a asustarme así. No sé qué habría hecho sin ti. No sé cómo habría seguido adelante.

Sus palabras estaban cargadas de emoción, de amor y de una vulnerabilidad que no solía mostrar. Se inclinó hacia ella y la abrazó con cuidado, sin importar lo incómodo que resultara con el bebé entre ambos. Quería sentirla cerca, asegurarse de que era real, de que estaba ahí con él. De que él mal rato había pasado.

—Eres todo para mí, Vanesa —susurró contra su cabello—. Tú y este pequeño… son mi vida. No hay nada que no haría por ustedes.

Vanesa sonrió, dejando que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Miró al bebé en sus brazos y luego a Alejandro.

—Estamos aquí, juntos. Eso es lo único que importa.

Alejandro se apartó solo lo suficiente para besar su frente y luego miró al bebé. Sus ojos brillaban con una mezcla de orgullo, alivio y amor.

—Hola, pequeño —murmuró con voz suave, acariciando la cabeza del bebé—. Mamá y yo hemos estado esperando mucho para verte así. Estás en los brazos más seguros del mundo.

Vanesa rió, un sonido débil pero lleno de vida, y Alejandro la miró como si fuera la melodía más hermosa que hubiera escuchado.

—Prométeme que cuidaremos de él juntos —dijo ella, su voz todavía frágil.

—Lo prometo —respondió Alejandro con firmeza—. Y también prometo cuidar de ti, siempre. Nunca más estarás sola.

La habitación quedó en silencio por unos momentos, solo interrumpido por los sonidos suaves del bebé. Alejandro no podía apartar la vista de su esposa y su hijo. Por primera vez en días, sentía que podía respirar. Lo había tenido al borde del abismo, pero ahora estaban juntos, y eso era todo lo que necesitaba.




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