El hijo del Jeque

Capítulo 4

– Promesas de madrugada

La ciudad seguía viva, aunque eran casi las dos de la madrugada. Dubái nunca dormía del todo. Las luces de los rascacielos titilaban a lo lejos como estrellas artificiales, y el zumbido constante del tráfico aún flotaba en el aire cuando Khloé empujó la puerta del apartamento.

Cerró con cuidado, sin hacer ruido. No quería despertar a las demás chicas. Caminó directo a su habitación, con los pies adoloridos, los músculos tensos y la mente llena de emociones que no podía ordenar. Dejó caer el bolso en la esquina, se quitó los zapatos y se sentó al borde de la cama.

Estaba agotada. Pero no solo físicamente. Era como si todo lo que había sentido esa noche la hubiese drenado por dentro.

La mirada de aquel hombre —de Amir, aunque aún no sabía su nombre— seguía pegada a su memoria como un tatuaje invisible. No habían cruzado palabra, pero aquella conexión silenciosa aún le hacía latir el pecho.

Sacudió la cabeza. No podía distraerse.

Se puso de pie y fue al baño. Se lavó la cara, cepilló sus dientes, se recogió el cabello. El agua tibia en su piel le devolvió algo de calma. Necesitaba dormir, pero había una obligación que aún la esperaba.

Tomó su celular, se sentó frente al pequeño escritorio y abrió la aplicación de estudio. Esa era su rutina de todas las noches: una hora de clase de árabe online.
Ya no era un lujo, era una necesidad. Si quería conservar el trabajo, si quería avanzar, tenía que aprender. Y rápido.

Revisó los apuntes del día anterior. Se repitió frases básicas: "Marhaban." (Hola)
"Shukran." (Gracias)
"Kam al-thaman?" (¿Cuánto cuesta?)
"Hal tatakallam al-englizia?" (¿Hablas inglés?)

Se frustraba al no pronunciar bien algunas palabras, pero volvía a intentarlo. Una y otra vez.
Así había sido toda su vida: volver a intentarlo. Siempre.

La hora pasó más rápido de lo que esperaba. Al mirar el reloj del celular, notó que eran las 2:03 a. m. Pero, al otro lado del mundo, en su país, era de día. El momento perfecto.

Marcó el número de su madre.

Tardó unos segundos en contestar. La imagen apareció algo borrosa al principio, pero enseguida vio ese rostro querido, aunque cansado. Ojeras, piel pálida, expresión agotada… pero aún con esa calidez materna que ningún dolor podía borrar.

—¿Khloé? —dijo la mujer con voz baja, sorprendida.

—Hola, mamita… ¿cómo estás?

Su madre sonrió, pero fue una sonrisa débil. Atrás, se escuchaban las voces de los niños. Nicolás parecía discutir con Máximo. Emma, como siempre, reía sin entender del todo lo que pasaba.

—Aquí, hija… sobreviviendo.

—¿Tuviste la consulta hoy? —preguntó Khloé con suavidad, aunque temía la respuesta.

—Sí… El doctor dijo que seguimos igual. Que necesito el tratamiento cuanto antes… Pero ya sabes, es costoso.
Y bueno, sin dinero… nada se puede.

Khloé tragó saliva. La garganta le ardía.

—Voy a conseguirlo, mamá. Te lo prometo. Esta semana enviaré algo, lo que pueda. Poco a poco, pero lo haré. No te vas a quedar sin tratamiento, ¿sí?
Yo no me vine hasta acá para rendirme.

—Mi niña… —susurró su madre, con los ojos brillosos—. Eres demasiado para esta familia. No tienes idea de cuánto te amo.

Khloé hizo una pausa y sonrió, aunque tenía un nudo en la garganta.

—Pásame a los niños.

Uno a uno aparecieron: Nicolás con cara de adolescente rebelde pero lleno de orgullo; Máximo, inquieto, mostrando un dibujo que había hecho; y Emma, la más pequeña, dándole besitos a la pantalla.

—¡Te extraño, Khloé! —decía Emma entre risas.

—Yo también, mi amor. Los extraño tanto a todos… Pero pronto… pronto volveremos a estar juntos. Lo juro.

Cuando la llamada terminó, Khloé se quedó sentada frente al celular. La pantalla en negro reflejaba su propio rostro.

¿Realmente podía hacerlo?
¿Podía con el trabajo, el idioma, el esfuerzo, las deudas, la distancia… y ahora, también, con un hombre como Amir en el radar?

Suspiró y apoyó la cabeza entre las manos.

—Tienes que poder… —se dijo en voz baja—. Porque nadie más lo hará por ti.

Se metió en la cama. La ciudad seguía despierta afuera, pero en su corazón solo había silencio. Y promesas.
Y miedo.

Y una sola certeza: no podía rendirse.




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