El hijo del Jeque

Capitulo 22

"El peso del silencio"

El silencio en la mansión era distinto ese sábado. No era vacío, era espeso. Como si el aire mismo estuviera esperando algo.

Khloé caminaba por el largo corredor con la caja del postre entre las manos. Vestía su uniforme blanco impoluto, el cabello recogido en una coleta baja y un brillo leve en los labios, apenas perceptible. Se detuvo frente al gran reloj antiguo que marcaba las tres de la tarde. Todo era tan elegante que aún le costaba creer que trabajaba allí.

Fátima, como siempre, la esperaba en la antesala.

—Señorita Khloé —dijo con una leve sonrisa—. El señor Amir está en la biblioteca. Me pidió que, cuando usted termine de dejar el postre, lo acompañe. Le gustaría hablar con usted, si está de acuerdo.

Khloé parpadeó, sin saber qué responder al instante. Sentía cómo una corriente tibia le recorría el pecho.

—¿Conmigo?

Fátima asintió suavemente. No había tensión en su tono, pero sí una especie de respeto contenido.

—Solo si lo desea. No es obligatorio.

Khloé tragó saliva y asintió, con una tímida sonrisa.

—Está bien.

---

La biblioteca era un santuario de madera oscura, alfombras gruesas y ventanales que dejaban entrar la luz dorada de la tarde. Al fondo, frente a una gran estantería, estaba Amir. Vestía informalmente por primera vez: camisa blanca remangada, pantalones de lino gris. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo lo más imponente.

Cuando la vio entrar, cerró el libro que sostenía y se incorporó con cortesía.

—Gracias por venir, Khloé.

—Buenas tardes, señor Amir —dijo ella con voz suave—. Me dijo Fátima que quería hablar conmigo.

—¿Te molesta?

—No —respondió, negando con la cabeza—. Solo me sorprendió un poco.

Él señaló el sillón frente a él. No era una orden. Era una invitación.

—¿Te sentarías conmigo un momento?

Ella dudó apenas un segundo y luego aceptó. El sillón era amplio, mullido, y olía a madera, cuero y algo más difícil de describir: elegancia sin esfuerzo.

—¿Cómo estás? —preguntó Amir, mirándola directamente.

Khloé se sintió pequeña por un instante, pero no en un mal sentido. Solo... expuesta. Respiró hondo.

—Bien. Agradecida por el trabajo. Y por la oportunidad.

—Fátima me dijo que rechazaste otras ofertas.

Ella se sorprendió.

—Sí, bueno... Me ofrecieron un par de cosas en otros lugares, pero este trabajo me permite más tiempo libre. Y eso es importante para mí.

—¿Tu familia?

Asintió.

—Mi madre está enferma. Y tengo tres hermanos menores. Soy como una segunda madre para ellos, especialmente para la pequeña.

Amir la escuchaba con una seriedad que no intimidaba, sino que obligaba a hablar con verdad.

—¿Siempre quisiste hacer postres?

Khloé sonrió, esta vez con calidez.

—Desde niña. Mi madre horneaba cuando podíamos darnos el lujo de comprar ingredientes. Siempre decía que un buen pastel podía curar un mal día. Yo la miraba y pensaba que, si podía darle un momento feliz con algo que saliera de mis manos, entonces debía hacerlo más seguido.

Amir bajó la mirada hacia sus propias manos.

—Envidio a los que crean con las manos. Yo solo... firmo cosas. Hablo con diplomáticos. Muevo capitales. Nada que puedas saborear.

Ella lo observó con cierta ternura.

—Supongo que cada uno tiene su rol.

—Quizá —dijo él, y se hizo un breve silencio—. Pero recuerdo algo. Tenía unos once años. Me escapé con un primo a la parte antigua de la ciudad. Comimos un pastel de dátiles y pistacho, comprado en una calle estrecha. Estaba mal hecho. Mal decorado. Pero fue la primera vez que sentí libertad.

Khloé lo miró, enternecida.

—¿Y qué pasó?

—Nos castigaron durante un mes. Pero valió la pena —agregó con una leve sonrisa.

Ambos rieron suavemente. La tensión en el ambiente se aflojó, pero no se deshizo del todo. Quedó ahí, como una cuerda invisible entre los dos.

Entonces Amir se levantó, fue hacia una vitrina de cristal y sacó una pequeña caja negra. Volvió y la colocó frente a ella.

—Esto no es un regalo —aclaró, como si temiera invadir su espacio—. Es un objeto que perteneció a mi madre, mi padre se la había regalado cuando se conocieron le dijo el a ella sin apartar la mirada a ella. La flor de cristal de Murano. Ella decía que lo frágil también podía ser eterno si se cuidaba bien.

Khloé abrió la caja con delicadeza. Dentro, una pequeña flor translúcida con destellos Morados reposaba sobre terciopelo gris. Hermosa. Pura.

—No sé qué decir —murmuró, sin atreverse a tocarla.

---impresionada con lo que le había dicho de cómo provenía la flor y el detalle hacia ella.

—No digas nada —respondió él, con voz baja—. Solo quería que supieras que admiro lo que haces. Y cómo lo haces. Hay personas que llegan en silencio y cambian las cosas sin darse cuenta. Tú eres una de ellas.

Khloé sintió un nudo en la garganta. No sabía si era emoción, miedo o algo más complejo. No se le ocurría cómo responder a algo así.

—Nunca nadie le había regalado algo tan familiar tan especial a ella.

Se incorporó lentamente, sujetando la caja con delicadeza.

—Gracias, señor Amir. No tengo palabras...

Él dio un paso hacia ella, pero no acortó la distancia.

—Llamane Amir ya no más señor me haces sentir más viejo de lo que soy por favor.

Le dijo el.

—¿Volverías mañana? —preguntó—. No para traer un postre. Solo... para estar aquí.

Khloé lo miró, con los ojos brillantes. El corazón le golpeaba en el pecho. No respondió. Solo asintió levemente con la cabeza, casi imperceptible, antes de girarse y salir de la biblioteca.

Cuando cruzó el umbral, el aire le pareció más liviano. Pero dentro de ella todo pesaba: el gesto, las palabras, la flor de cristal. El “volverías mañana” seguía resonando como un eco lento en su mente.

Porque sí. Ella volvería.

Aunque aún no sabía por qué...




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