"Mansión del Príncipe”
La ciudad de Dubái ardía suavemente bajo un sol que ya se despedía, tiñendo los rascacielos de un dorado tenue. Las luces de los autos y las vitrinas comenzaban a encenderse, como luciérnagas de lujo en la urbe que nunca descansaba.
Khloé se subió al taxi que pidio por el movil con pasos lentos, cerrando la puerta tras de sí con un suspiro. Aún sentía en los dedos la textura lisa y delicada de la flor de cristal. La llevaba dentro de su bolso, envuelta en una servilleta como si fuese un objeto sagrado.
Miró por la ventanilla mientras el taxi se alejaba del palacio. El conductor le preguntó algo en árabe, pero ella solo asintió, perdida en sus pensamientos. El gesto de Amir, su presencia imponente, la forma en que sus palabras parecían tener doble filo... Todo seguía dándole vueltas por dentro.
—¿Volverías mañana… si no fuera para hacer postres?
La frase volvió a colarse como un eco silencioso. Se tocó el pecho, como si al hacerlo pudiera acallar el vértigo que sentía allí dentro.
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Ya en su pequeño departamento, Khloé colgó su bolso, se quitó los zapatos y caminó descalza hasta su cama. El departamento estaba en silencio. Sus compañeras de piso no habían regresado aún. El reloj marcaba las siete y media, y ella no sabía si cenar, si bañarse o si simplemente dejarse caer.
Pero antes… había algo que tenía que hacer.
Buscó en su bolso el número de Fátima, la asistente que le había hablado con tanta amabilidad los días anteriores. Miró la pantalla por unos segundos antes de pulsar el botón de llamada. Su corazón latía rápido, como si fuera a hablar con alguien importante. Bueno… lo era.
La llamada fue respondida al segundo tono.
—¿Señorita Khloé? Buenas noches —dijo la voz de Fátima, clara y formal.
—Hola, buenas noches, Fátima. Disculpa que te llame tan tarde, es solo que… mañana debo ir a la residencia y no sé exactamente cómo llegar —dijo, con un hilo de risa nerviosa al final.
—No se preocupe por eso, señorita. El transporte ya está previsto. Mañana a las diez en punto, un chofer pasará por usted a la dirección que nos indicó. Irá en uno de los vehículos privados del palacio. Solo debe estar lista.
Khloé parpadeó. Vehículos privados. Chofer. Palabra por palabra, ese mundo se le hacía más ajeno y más… lujoso.
—Oh, perfecto. Muchas gracias, Fátima. Solo quería confirmar.
—El joven Amir ha sido muy específico con cada detalle, señorita. Le tiene mucha consideración.
Khloé sintió que el aire le bajó con dificultad por la garganta.
—¿Consideración? —repitió en voz baja, como si se lo dijera más a sí misma que a Fátima.
—Le agradecemos su compromiso. Descansa, señorita Khloé. Mañana será un buen día —finalizó la asistente, con una calidez sincera que la sorprendió.
Cuando la llamada terminó, Khloé dejó el teléfono sobre la cama. Se sentó junto a él, sin moverse, abrazando sus piernas. Un remolino de pensamientos comenzó a girar con fuerza.
¿Qué estaba haciendo? ¿Qué papel estaba empezando a jugar en esa historia?
No era una princesa. No venía de cuna noble, ni de una familia influyente. Solo era una chica latina que había dejado sus sueños y su tierra para trabajar y enviar dinero a casa. Su madre necesitaba medicamentos, sus hermanos ropa y comida. Ella no tenía tiempo para soñar con jeques, ni castillos, ni flores de cristal.
Pero aun así...
Aún así iba a volver.
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La noche avanzó y Khloé finalmente se levantó para ducharse. El agua caliente le ayudó a calmar los pensamientos. Mientras lavaba su cabello, recordó la forma en que Amir la había mirado. No como un patrón mira a una empleada. No. Había algo más en sus ojos. Algo que ni él parecía saber cómo controlar.
Se vistió con ropa cómoda, preparó algo de arroz y verduras, y comió mientras revisaba sus mensajes familiares. Su hermano Máximo le había enviado una foto dibujando un castillo con torres altas, y Emma una nota de voz diciéndole: “¡Te amo, mami Khloé!”
Eso fue suficiente para que los ojos se le humedecieran.
—No puedo perder el enfoque —murmuró—. Esto es por ellos. Todo es por ellos.
Pero en el fondo sabía que también era por ella.
No solo quería sobrevivir. Quería vivir.
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Esa noche, antes de dormir, sacó la flor de cristal y la dejó sobre su mesita de noche. La miró por varios segundos, como si estuviera a punto de hacerle una pregunta.
Y, en voz muy baja, lo dijo:
—¿Por qué me haces sentir así?
Cerró los ojos.
El sueño llegó tarde, pero cuando llegó, vino cargado de imágenes: pasillos de mármol blanco, una biblioteca infinita, el roce de unas manos que no llegaron a tocarse. Y una voz —grave, elegante— que preguntaba en la penumbra: “¿Volverías, si no fuera para hacer postres?”
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A la mañana siguiente, Khloé despertó antes de que el despertador sonara. El sol ya comenzaba a filtrarse por las cortinas. Se levantó y fue directo al armario. Quería vestirse bien, sin exagerar. Solo cómoda, pero presentable.
Eligió un suéter blanco con cuello semi abierto y unos pantalones negros y unas zapatillas blancas cómodas. Se recogió el cabello con una coleta simple y aplicó un poco de brillo labial. No era vanidad. Era respeto por el trabajo… y, quizá, un intento inconsciente de no pasar desapercibida ante ciertos ojos.
A las 9:50 ya estaba lista. Caminaba nerviosa por el pequeño apartamento, mirando el reloj cada cinco segundos.
A las 10:00 en punto, un auto negro de vidrios polarizados se estacionó frente a su edificio. El chofer bajó, con traje formal y guantes blancos. Khloé observó todo desde la ventana. Tragó saliva.
—Bueno… aquí vamos.
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Cuando subió al auto, el interior olía a cuero nuevo y a jazmín. Todo era silencioso. El chofer la saludó con un gesto de cabeza, sin hacer preguntas.
El trayecto duró casi una hora. Mientras la ciudad quedaba atrás, el paisaje iba cambiando: palmeras, jardines perfectamente cuidados, fuentes decorativas. Las calles eran cada vez más limpias, más vacías, más lujosas. Todo gritaba privilegio, poder, dinero.
Editado: 10.08.2025