El hijo sorpresa del beta

Capítulo 1: Es su corazón

Me muevo encima, jadeante, y reprimo el deseo de cerrar los ojos.

Quiero gemir.

Quieto gritar.

Quiero estremecerme.

Incluso meneo las caderas, pero no es suficiente.

Y grito cuando me libero.

Me deslizo hasta el suelo con los músculos agarrotados, la punta de los dedos rígida y sonrojada a más no poder. Me falta el aire también.

Ronan se acerca a mí y me palmea el hombro para animarme. Le lanzo una mirada de muerte y dejo de apoyarme en las rodillas.

—Te dije que esto no era para mí —mascullo, y respiro hondo.

Se pasa la mano por la nuca y asiente con una mueca.

—Pensé que podría gustarte tanto como a mí.

—¡Yo también! —Extiendo los brazos—. Pero, claramente, escalar no es lo mío. ¿Y puedes ayudarme con el arnés, porfa?

Se ríe entre dientes y se acerca para desabrocharlo con cuidado.

Le arqueo una ceja a la pareja que nos mira mientras cuchichea y presiono los labios.

Sé que Ronan y yo parecemos novios. Él con su aspecto de macho, con esa barba de leñador, y yo de apariencia femenina, como una pulga a su lado. Pero ¿qué crees? Ronan es más gay que los homosexuales afeminados. Una cosa es que se reprime fuera, pero en casa…

«¡Dioses, es una princesa más!».

Resoplo ante este pensamiento y saco las piernas del arnés en cuanto me da golpecitos en los laterales de los muslos, arrodillado delante de mí, siendo la comidilla de esa pareja chismosa.

Los observo con los ojos entrecerrados antes de prestarle atención al muro de escalamiento.

Había llegado casi a la cima —«Bueno, no te mientas tanto»— y, ¡pum!, las fuerzas me fallaron, las piernas se me resistieron —la razón por la que intenté moverme con las caderas inútilmente—, los dedos de las manos se me tensaron y empezaron a escocer, los pulmones me traicionar y mi mirada, cómo no, me clavó el puñal al dirigirse hacia abajo, dejándome ser devorada por el vértigo.

Y no resistí más.

Me abandoné a la derrota.

Me cruzo de brazos y creo una nueva mueca.

Se suponía que, si llegaba a la cima y me sentaba en lo alto, Ronan supervisaría la librería para yo vacacionar una semana, pero eso no ocurrió. El muy rufián ahora sabe bien que ganó y me pedirá lo que sea como premio, lo noto en su sonrisa astuta y sus cejas alzadas.

Se atusa la barba al colgarse mi arnés en el hombro y me da palmaditas en la mejilla.

Rizo los labios con desprecio.

—Para la próxima seguramente ganarás.

Pongo las manos en las caderas y camino a su lado hacia donde nos espera el encargado para recibir los arneses.

—No quiero más entrenamientos —resuello, y le lanzo malas miradas a la pareja al pasar por su costado. La mujer se calla al instante y su novio baja la cabeza, apenado—. Es muy agotador —reflexiono al dejar de prestarles atención, y le pincho las costillas.

Suelta una carcajada ominosa y se remueve.

Es muy cosquilludo, y utilizo esto a mi favor.

—Dijiste que serías mi compañera de entrenamiento. —Saluda al encargado con una sonrisa coqueta, y el pobre hombre no tarda en escapar al recibirle los arneses—. Lo juraste y lo perjuraste —continúa con un bufido, y me pasa mi abrigo—. Vamos, te hace bien. —Me rodea los hombros con el brazo cuando me cubro con mi abrigo.

Con la parte inferior del rostro cubierta por el cuello alto, chasqueo la lengua y dejo que me abrace para confortarme a medida que salimos del establecimiento.

El frío nos recibe casi de inmediato, y Ronan ni se inmuta.

Como nació en este pueblo en medio de las montañas, cubierto en su mayoría de nieve y asolado por lluvias repentinas, no hay nada que le dé más frío, excepto los rechazos de sus citas espontáneas, que se disculpan o bien huyen cuando lo ven en persona.

Lástima, porque es un buen hombre, una pareja excelente, y solo se dejan nublar por su apariencia para dar un paso atrás.

Por muy fortachón que sea, tiene un corazón de oro, al que suelen despreciar a menudo.

«Y me duele por él».

Saco los labios en un puchero en cuanto nos detenemos detrás de su camioneta y me río de su gesto servicial al abrirme la puerta del copilo. Incluso me reverencia.

Le saco la lengua al bajarme el cuello del abrigo y me pongo el cinturón mientras suspiro.

Ya con el volante apretado entre sus manos, empieza a hablar:

—Vamos, Amara, no me dejes solo en esto. —Pone ojitos de cachorrito mientras enciende el motor—. Aparte de ser tu empleado estrella, también soy tu único amigo. —Revolotea las pestañas y conduce hacia la carretera principal, la única que hay—. Unas escaladas más y estaré satisfecho, ¿porfi?

Pongo los ojos en blanco.

—Está bien… —sonríe de oreja a oreja— pero ¡sin apuestas!

La sonrisa se le muere.




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