La glorieta crujía con cada ráfaga de viento. Ashley y Cherry, aun temblando por lo que habían vivido, se sentaban en el banco de madera, empapadas de sudor frío y con el corazón latiéndoles en los oídos.
—Esto no puede estar pasando —murmuró Cherry, abrazándose las rodillas—. Un cadáver. Un profesor muerto. Y nosotras... como sospechosas.
Ashley sacudía las manos para espantar el temblor. Miraba hacia la escuela, cuyas luces seguían encendidas a lo lejos.
—No tenemos otra opción. Si volvemos, nos encierran. Nadie va a creer que fue coincidencia.
—¿Y qué propones? ¿Investigar? ¿Jugar a Sherlock y Watson por los pasillos?
—Sí. Exactamente eso.
Cherry giró el rostro para mirarla, incrédula. Pero Ashley no bromeaba.
—Cherry, alguien mató a ese profesor. ¿Y por qué dejar el cuerpo en la biblioteca? Es casi como si… quisieran que lo encontráramos. Como si estuviéramos en medio de algo más grande.
La seriedad en los ojos de Ashley desarmó por un segundo la muralla de Cherry.
—¿Y cómo sabes que no quieren ahora silenciarnos a nosotras?
Ashley sonrió, apenas.
—Por eso no vamos a parar. Vamos a llegar primero.
A la mañana siguiente, la noticia corrió como fuego entre los alumnos: el profesor Dawn Crawford fue encontrado muerto en la biblioteca. Nadie mencionaba a Ashley ni a Cherry por nombre, pero los rumores volaban.
Algunos decían que fue un suicidio. Otros, que alguien del personal estaba involucrado. Unos pocos aseguraban que fue obra de una misteriosa mafia estudiantil —una teoría tan ridícula que solo podía haber nacido en los foros anónimos del colegio.
Ambas sabían que no podían presentarse en clases todavía, así que pasaron el día escondidas en el desván de la casa abandonada de la familia Gibbs, dos calles detrás del campus. Era fría, sucia, pero tenía una entrada trasera sin candado. Y lo más importante: Wifi público desde el café cercano.
—Debemos empezar por él —dijo Cherry mientras repasaban el sitio web del colegio—. Dawn Crawford. Profesor de literatura desde hace 7 años. También era el encargado del club de teatro…
Ashley se enderezó.
—El teatro. ¿No dijiste anoche que había un pasillo secreto?
—Lo dije de broma.
—Pero podría ser verdad. ¿Y si el cadáver fue movido por ahí? Nadie lo vería. Solo nosotras.
—
Esa misma noche, se colaron por la reja trasera del colegio. Las alarmas de movimiento no funcionaban en el ala vieja —Ashley lo sabía porque su amigo Ned Gibbs, experto en hackear los servidores de seguridad del colegio, se lo había contado meses atrás.
Se infiltraron por una entrada trasera al teatro, cubiertas con sudaderas oscuras. La sala olía a polvo y pintura vieja. Las luces del escenario estaban apagadas. Caminaban en silencio, con los móviles encendidos en modo linterna.
—Aquí fue donde Crawford solía quedarse tarde, ensayando con los del club —susurró Cherry—. Mira eso.
Señaló una puerta pequeña detrás del telón rojo. Parecía cerrada con candado, pero Ashley empujó y crujió al abrirse.
Daban a un pasillo estrecho, oscuro, con cajas, telones viejos y una sensación opresiva.
Avanzaron despacio.
Y entonces, Cherry se detuvo.
—Ashley... mira eso.
En la pared, con marcador rojo, una palabra escrita a la altura de los ojos: “SILENCIO”.
Debajo, un símbolo dibujado con precisión. Parecía una hoja de laurel cruzada por una línea diagonal. No estaba en ningún logo escolar. Ni en clubes. Ni en uniformes.
—Esto no es parte de ningún club.
Ashley murmuró:
—¿Y si el club de teatro era solo una fachada?
Cherry se agachó junto a una de las cajas. Dentro había libretas... pero no de guiones. Eran hojas con diagramas, nombres de alumnos, horarios, incluso mapas del colegio con rutas marcadas en rojo.
—Esto es una operación —dijo—. Organizada. Y este... este símbolo aparece en todas partes.
Ashley levantó la mirada, y por un segundo su rostro se endureció.
—Cherry... hay algo que no me cuadra. Todo esto es demasiado elaborado para ser solo cosa de alumnos.
—¿Y si no son solo alumnos?
Y en ese instante, un ruido al fondo del pasillo las hizo girarse.
Un clic metálico. Una sombra.
Alguien las había escuchado.
Ashley apagó su linterna. Cherry ya había sacado su móvil.
Ambas corrieron.
Desde un escondite improvisado entre el cuarto de escenografía y una cortina, ambas respiraban agitadamente.
—¿Quién era ese? —susurró Ashley.
Cherry negó con la cabeza. Nadie los había seguido. Pero habían dejado la puerta abierta. Demasiado expuestas.
Sabían algo. Y alguien sabía que lo sabían.
Al salir del teatro, se detuvieron frente al viejo mural del colegio. En la parte inferior, en una esquina descolorida, volvía a aparecer el símbolo de la hoja de laurel.
—Esto va más allá de nosotras —dijo Cherry—. Mucho más allá.
—Entonces no vamos a huir —afirmó Ashley—. Vamos a terminar lo que empezamos.
Y esta vez, ni una de las dos dudó.