La habitación estaba a media luz, apenas iluminada por el resplandor azul que se filtraba desde la puerta entreabierta. Sobre el escritorio, un cuaderno abierto esperaba desde hacía días, con la misma página en blanco que parecía mirarla como un espejo.
Ella —Luna— se sentía suspendida en un tiempo extraño, como si la vida transcurriera al otro lado de un vidrio y ella no pudiera tocarla. Había aprendido a convivir con el silencio, pero a veces ese silencio se volvía tan pesado que le apretaba el pecho.
Su única compañía constante era la luna. La buscaba cada noche, aun entre nubes. Había en ese brillo lejano algo que le recordaba que el mundo, a pesar de su desorden, seguía girando.
Esa noche de septiembre, Luna salió al balcón con una taza de té frío entre las manos. No esperaba nada nuevo, pero, como suele ocurrir, lo inesperado estaba por llegar.
Miró su celular: un mensaje entrante. Algo raro, porque casi nunca recibía nada a esas horas. Lo dejó pasar. En cambio, una idea empezó a germinarle: ahorrar para hacer un viaje en abril, sola, aunque fuera por una semana. Necesitaba irse, alejarse de sí misma.
Pero el destino se adelantó a sus planes.
Un mes después, logró organizar todo y viajó a la ciudad de Buenos Aires. Alquiló un pequeño departamento por una semana. El primer día se dejó abrazar por el cansancio, aunque en la noche, inquieta, salió al balcón con su cuaderno entre las manos. La lluvia golpeaba la baranda metálica, y las palabras se le resistían como siempre.
Entonces, lo vio.
En el edificio de enfrente, una luz tenue iluminaba una ventana. Una silueta apareció: un cuerpo inclinado sobre un escritorio, escribiendo sin descanso. Luna se detuvo, con el corazón acelerado por una extraña familiaridad. Ella, con su cuaderno vacío; él, llenando páginas como si ardieran bajo sus dedos.
No podía distinguir su rostro, pero la escena la reconfortó. Por primera vez en mucho tiempo, no se sintió sola.
Apoyó la frente contra el cristal. Y en ese gesto sencillo comenzó un vínculo invisible, como un hilo que la unía a esa sombra que escribía al otro lado de la calle.
Lo que Luna no sabía era que, en ese instante, él se detuvo, levantó la cabeza y miró hacia su ventana.
Y por un segundo, tuvo la certeza de que la estaba mirando a ella.
El corazón le dio un vuelco, tan inesperado como el rayo que iluminó el cielo en ese momento. Bajó la vista de golpe, como si hubiera sido sorprendida en un secreto. Cuando se animó a alzar la mirada otra vez, la silueta seguía ahí, quieta, con el rostro oculto en la penumbra.
Un relámpago volvió a iluminar la ciudad y, durante ese destello, creyó ver la forma de una sonrisa apenas dibujada.
Luna retrocedió, con el cuaderno contra el pecho, sintiendo un extraño calor recorrerle el cuerpo. No entendía por qué esa presencia, a metros de distancia, podía provocarle semejante estremecimiento.
Esa noche no escribió una sola palabra.
Pero, al cerrar la ventana, tuvo la certeza de algo nuevo: su vida, hasta entonces hecha de repeticiones y silencios, acababa de cambiar.
Porque a veces, el amor no empieza con una palabra, sino con un murmullo en la soledad… y una mirada imposible de olvidar.
Editado: 16.09.2025