El olor a café tostado y a pánico era la combinación que definía la mañana de Carla. Su despertador, en un acto de traición sin precedentes, había decidido no sonar. Ahora, con el tiempo pisándole los talones, se abría paso a empujones por la estación de metro de Gangnam, un mar de gente trajeada que se movía con una eficiencia que a ella le faltaba por completo en ese momento. Apretó contra su pecho la carpeta con su portafolio, su armadura y su única esperanza. Dentro de ella, su currículum, pulcro y perfecto, representaba años de esfuerzo, de noches sin dormir y de una determinación a prueba de balas forjada en los pasillos solitarios del orfanato "Casa del Sol".
"Solo tienes una oportunidad, Carla. No la arruines", se repitió como un mantra mientras el tren de la Línea 2 llegaba, escupiendo una oleada de pasajeros y tragándose a otra.
Logró colarse justo antes de que las puertas se cerraran, quedando aplastada entre un hombre de negocios que olía a colonia cara y una estudiante con auriculares de orejas de gato. Su café helado, su único desayuno, se balanceaba peligrosamente en su mano. Al llegar a la siguiente parada, una nueva marea humana la empujó hacia el interior. Perdió el equilibrio por un segundo y su mano chocó contra algo firme. O alguien.
El café, helado y pegajoso, voló por los aires en una trayectoria de desastre.
—¡Oh, no! ¡Lo siento, lo siento muchísimo! —exclamó, horrorizada, mientras veía la mancha marrón extenderse por la camisa blanca impecable de un joven frente a ella. Pero el verdadero terror la golpeó cuando vio que el líquido también había salpicado una carpeta idéntica a la suya, manchando la esquina de los papeles que asomaban.
El chico la miró. Sus ojos, oscuros y profundos, reflejaban un pánico similar al suyo. Tenía el pelo negro, ligeramente despeinado por la prisa, y una mandíbula afilada que en ese momento estaba tensa por la frustración.
—No te preocupes... ha sido un accidente —dijo él, aunque su voz sonaba forzada. Intentó limpiar el desastre con una servilleta que sacó de su bolsillo, pero solo consiguió empeorarlo.
—De verdad, lo lamento. Iba con prisa. Es que tengo...
—¿Una entrevista de trabajo en "NextGen Innovations"? —completó él, señalando con la barbilla el logo en la carpeta de Carla, idéntico al que ahora tenía una mancha de café en la suya.
Carla abrió los ojos como platos. —¿Tú también?
Él asintió, una sonrisa irónica y resignada asomando en sus labios. —Parece que sí. Soy Justin. O al menos, lo que queda de mí después de este bautismo de café.
—Carla. Y creo que acabo de arruinar nuestras posibilidades antes de empezar.
Se miraron el uno al otro en medio del caos del vagón, dos náufragos en el mismo barco que se hundía. Compartían la misma desesperación, la misma urgencia por una oportunidad que podría cambiarles la vida. Y en ese instante, a pesar de la mancha de café y los nervios a flor de piel, una extraña sensación de camaradería, casi de reconocimiento, nació entre ellos. No eran extraños; eran rivales unidos por un desastre compartido.