El Hilo Rojo De Seul

Capítulo 4: Ecos en la Lluvia

Capítulo 4: Ecos en la Lluvia

La lluvia que cayó sobre Seúl esa tarde de martes no era violenta, sino persistente. Un manto gris y melancólico que desdibujaba las luces de neón y convertía las aceras en espejos oscuros. Para Hana, era el clima perfecto para pensar. Sentada junto al ventanal de la galería, con el olor a tinta y papel antiguo a su alrededor, observaba cómo las gotas de lluvia trazaban caminos erráticos en el cristal. Cada una, pensó, era como una vida buscando su propio destino.

En su cuaderno de bocetos, no dibujaba los paisajes de Insadong, sino patrones abstractos. Líneas que se buscaban, se entrelazaban y, a veces, se perdían sin llegar a tocarse. Últimamente, una línea roja se repetía en su mente y en su arte, un trazo vibrante en un mundo de grises. Hoy, sin embargo, sentía una extraña inquietud, una especie de tirón invisible en el pecho, como si un hilo atado a ella se hubiera tensado de repente.

A varios kilómetros de allí, en el bullicioso distrito de Gangnam, Min-jun se masajeaba el puente de la nariz, mirando con frustración la maqueta de su último proyecto. Un rascacielos que debía ser icónico, pero que se sentía sin alma. Frío.

—Necesitamos algo que lo conecte con la ciudad, Min-jun —le había dicho su jefe—. Algo más que acero y cristal.

"Conexión". La palabra le resonaba con ironía. Pasaba sus días diseñando espacios para que miles de personas interactuaran, pero su propia vida era una serie de compartimentos estancos: el trabajo, su apartamento vacío, el gimnasio.

Agotado, decidió que necesitaba aire, o al menos, un cambio de escenario. Dejó la oficina sin decir nada, sumergiéndose en la cortina de lluvia con solo su maletín para cubrirse la cabeza. No tenía un rumbo fijo. Caminó hasta que el ritmo frenético de Gangnam se fue atenuando, y sin darse cuenta, el metro lo depositó en una zona de la ciudad que rara vez visitaba: el barrio tradicional de Insadong.

El tirón en el pecho de Hana se intensificó, convirtiéndose en un impulso. "Sal", le susurró una voz en su interior. Dejó el cuaderno sobre su taburete, cogió un paraguas transparente del perchero y salió al callejón empedrado. El aire olía a tierra mojada y a las promesas dulces de los puestos de hotteok.

Min-jun caminaba con la cabeza gacha, esquivando los paraguas de los turistas. El contraste entre los rascacielos de su día a día y las tiendas de artesanía y casas de té de Insadong era abrumador. Se sentía como un extranjero en su propia ciudad. Justo cuando giraba en una esquina, absorto en sus pensamientos, chocó con alguien.

No fue un golpe fuerte, más bien un roce de hombros. Un paraguas transparente cayó al suelo.

—Oh, disculpe —dijo él, su voz grave y algo ronca.

Hana levantó la vista. Lo primero que vio fueron unos ojos oscuros e increíblemente cansados, pero con una profundidad que la dejó sin aliento. Vio la lluvia gotear por su cabello negro y el ceño fruncido de preocupación en su rostro. Por un instante, el ruido de la ciudad se desvaneció. Solo existían ellos dos bajo la lluvia gris.

—No es nada —respondió ella, con una voz más suave de lo que pretendía.

Sus manos se rozaron cuando ambos se agacharon para recoger el paraguas. Un chispazo, una corriente eléctrica tan real que Min-jun retiró la mano instintivamente. La miró de nuevo. No era una belleza convencional de las que veía en los anuncios de Gangnam. Era algo más real. En sus mejillas había un rastro de tinta roja, casi imperceptible, como el final de un hilo.

Él le entregó el paraguas. Sus dedos se tocaron de nuevo, esta vez por un segundo más.

—Tenga más cuidado —dijo él, aunque las palabras sonaron más a un consejo para sí mismo.

—Usted también —respondió Hana con una tímida sonrisa.

Min-jun asintió, dio media vuelta y siguió su camino, desapareciendo entre la multitud. Se detuvo unos metros más adelante, dándose la vuelta. Pero ella ya no estaba. Se había desvanecido de nuevo en el laberinto de callejones. Sin embargo, por primera vez en meses, la presión en su pecho había desaparecido. Y en su lugar, una extraña calidez comenzaba a extenderse.

Hana, de vuelta en la galería, tenía el corazón acelerado. Su mano todavía sentía el eco de aquel roce. Miró su cuaderno de bocetos abierto sobre el taburete. La última línea roja que había dibujado antes de salir ya no terminaba en el vacío. De alguna manera, sin que ella lo hubiera hecho, ahora parecía estirarse más allá del borde de la página, como si por fin hubiera encontrado su dirección.




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