Mi nombre es Silvana, y hoy es el día de mi muerte.
Es en este momento justo, cuando contemplo mis ojos asustados en la mirada de mi asesino, que llego a la conclusión que mi existencia me preparó para todo excepto para éste, el evento más importante de mi vida: mi propia muerte.
De haberlo sabido aquel día, cuando se pusieron en marcha los sucesos que desencadenarían mi deceso, me hubiera quedado en cama, ya sea tratando de descifrar como era posible que esa muerte, tan poco ortodoxa, tan extraña, me sucediese justo a mí; o bien, riéndome a carcajadas de la ironía que se me presentaba: una muerte aterradora como final a una vida por demás ordinaria.
"Magistral" hubiera pensado, "que lo sobrenatural de mi fallecimiento apareciese justo en los recovecos de mi vida cotidiana".
Recuerdo todo de aquel día: el olor húmedo de la mañana, las canciones de las aves, las hojas de los árboles acariciando el viento como si se tratase de un amante conocido. Todas aquellas imágenes que antaño me parecían tan comunes, y que ahora trataba de grabar en mi mente so pena de no volver a verlas nunca más.
Pero por más que el paisaje me mostrara su poesía ese día, sobre todas las demás cosas, recuerdo haber experimentado el amargo sabor de la frustración por partida doble. Déjenme explicarme mejor: soy dueña de nada más que de dos cosas, mi bicicleta y mi vida. La primera tenía una llanta ponchada. A la segunda solamente le quedaban tres meses más de duración. Contra todo augurio hecho por mi padre el día de mi nacimiento, no alcanzaría a rozar los cuarenta años. Ni siquiera llegar a los treinta. La veintena de años apenas y asomaba su cabeza.
Tenía 18 años, y en cuatro meses cumpliría mis diecinueve dos metros bajo tierra. "Diagnóstico fatal. Tres meses" había dicho el doctor, "Lo siento mucho, pero solamente le quedan tres meses más de vida. Dígale a la siguiente paciente que entre". Y con esa calma de quien no simpatiza con la desgracia ajena me había corrido de su consultorio.
No podía evitar sentirme derrotada por las circunstancias a medida que caminaba hacia mi trabajo, en el hotel de paso "Fils de la nuit". Después de años y años de sobrevivir a las adversidades, de trabajar para lograr algo, cualquier cosa, como una casa propia o una familia, el panorama se me cerraba de pronto y me dejaba en un callejón sin salida, de frente a una pared de ladrillos inescrutable.
Me iba a morir, de eso no quedaba duda, y cualquier sueño se me escapó por la cerradura del cofre imaginario en donde los guardaba.
Me había enterado de eso hacía cosa de dos días, pero había sido tanto mi estupor que el primero solamente pude dejar la carpeta con mi diagnóstico en el trabajo, y callarme mi secreto por temor a enfrentarlo. Al día siguiente me había despertado con la idea fija de confesarle a mi amigo más allegado lo cerca que estaba de los linderos de la muerte a mis 18 años ocho meses y tres días de edad.
Y para colmo, al salir del trabajo iba a tener que regresar a mi casa caminando, cortesía del vidrio cortado por algún vándalo inconsciente que le agregaba una desgracia más a la lista de mi vida.
La perspectiva de regresar a mi casa a pie en la noche no me asustaba mucho, primero porque, aceptémoslo, los temores se encogen cuando la vida se vuelve un reloj de arena a punto de expirar, pero también porque trabajar en el "Fils de la Nuit" era por sí misma una experiencia bastante inquietante. No aterradora, si me permiten aclarar, sino inquietante, porque entre una cosa y a otra existen tremendas diferencias que hacen a la primera más sombría, y a la segunda más retorcida.
Trataré de explicarme mejor, quizá haciéndolos quedar en desacuerdo conmigo: aterrador para mí es el peligro patente, observar a la bestia a los ojos, el percibir los detalles del monstruo en todo su esplendor.
Inquietante es un asunto totalmente diferente. Es tratar de encontrar una forma en las sombras sin éxito alguno, la siniestra sensación de tratar de convencerse que uno está seguro, cuando sabe en la boca del estómago que se está al filo del precipicio. "Fils de la Nuit" era un lugar profundamente inquietante.
No me lo tomen a mal, no todo era penuria en el hotel; de hecho trabajé en ese lugar por dos años, y también ahí fue donde conocí a Sebastián, mi mejor amigo, pero nunca pude pasar por alto que se me hacía un hueco en el estómago cada vez que atravesaba sus puertas.
A primera vista, éste era un hotel de paso como cualquier otro: clientes, discreción, miradas bajas, acuerdos silenciosos. Pero después de un rato de estar ahí, cuando las faenas diarias ofrecían una tregua, uno alzaba la cabeza, le daba la vuelta al hotel y caía en la cuenta que algo muy adentro le rogaba que saliera de ahí, y que los gemidos de terror provenían de la garganta propia.
Aquello que me revolvía el estómago de pura angustia era un cúmulo de factores que unidos no tenían ni pies ni cabeza, pero que no dejaban mi mente en paz. Lo más inquietante del "Fils de la Nuit" eran sus empleados. Sí, lo sé, yo también era una empleada, pero, aunque suene a arrogancia desmedida, era la única que no ponía nerviosa a nadie. Con el tiempo la nómina se extendió a Sebastián, y aunque ya éramos suficientes para crear una sociedad independiente, no dejaba de angustiarme la constante y abrumadora presencia del resto de los empleados, que parecían conocer un secreto que se me tenía guardado.
Era una cuestión de instinto. En el exterior, apenas y encontraba pistas de que algún secreto se escondía entre las paredes, apenas y escuchaba susurros de los empleados, apenas y percibía la incomodidad que les causaba mi presencia, cual intrusa en un hogar ajeno. Su rechazo hacía mí era apenas visible, pero dentro de mi cuerpo, en el lugar donde nacían mis intuiciones, algo me gritaba que huyera de aquel lugar velado por una capa de misterio. Y yo por supuesto, me dediqué a enterrar esa voz de alarma hasta que no me molestara más.