El Hogar De Los Vampiros

FAMILIA

Mi nombre es Antonio, y el día de mi muerte, tenía 30 años. O 31. Más de 60 años después, no logro recordar cuál era mi edad en ese momento.

Era un hombre con suerte, o por lo menos en el sentido que a mí más me importaba: mi padre había sido dueño de algunos negocios modestos que yo había convertido en restaurantes concurridos, y aunque en ese momento vestía más de lo que podía costear y vivía con más lujos de los que mi bolsillo se podía permitir, ya podía paladear las mieles de tanto esfuerzo.

Mis negocios iban viento en popa, cada vez tenía más relaciones con gente importante y comenzaba a dejar de ser un entrometido de la clase alta para convertirme en uno más del clan. Estaba tan seguro de mi propio éxito, que olvidé que el destino puede truncar los planes más complicados con un simple soplo de aliento.

Aunque no disfrutaba mucho del cine, ese día había acudido a una sala a ver una cinta la cual era, según sus devotos seguidores, una visionaria estampa de lo que sería este mundo en el futuro. Fui a verla porque quería observar con mis propios ojos los adelantos que, pensaba, iban a sucederse hasta luego de mi muerte. Qué irónico pensar ahora que no solo llegaría a verlos, sino que la vida eterna en la tierra me dará la oportunidad de ver aún más.

De regreso a mi casa pensé en darle una vuelta a uno de mis restaurantes, conversar con las personas del servicio y revisar las ganancias de ese día. Sabía que no tenía por qué hacerlo, pero fui de cualquier manera porque los elogios de los empleados y el crecimiento de mis negocios se habían vuelto una droga para mí, que necesitaba para dormir en paz.

Desde el primer momento noté algo extraño. Aún ahora no sé cómo describirlo, pero sé que los de mi clase pueden provocarlo con una simple presencia, como si se tratase de una señal de lo desconocido percibida por humanos. Entré a mi restaurante y supe que algo no era como de costumbre.

Ya era hora de cerrar, pero un comensal seguía sentado al centro del salón, a diferencia de los meseros que brillaban por su ausencia. El comensal era un joven de unos 20, 23 años, de ropas elegantes y cuerpo esbelto. Sostenía con gracia su copa de vino, a pesar que ésta seguía llena.

-Lamento molestarlo-le dije.

-No se disculpe, hay espacio para todos-respondió estirándome una silla.

Me senté a su lado.

-Lamento molestarlo-repetí-, pero soy el dueño del lugar y he de pedirle que se retire.

-Pero, si apenas estoy comiendo-me dijo con inocencia.

Observé su plato: vacio.

-En verdad lo siento, pero dudo que alguien pueda cocinarle algo. La cocina ya está cerrada.

-Nunca lo está para mí-contestó.

Lo mire con cuidado, esperando reconocer algún rostro importante. Tenía la esperanza de que fuera algún millonario, un actor o un cantante que se diera esas ínfulas debido a su fama. Solamente reconocí que escondía un secreto.

-De verdad, lo lamento-repetí-, pero nadie le puede cocinar nada, tengo que...

Sobre uno de los pies del comensal había una mano, inerte y pálida. Tardé en encontrarle forma, más por incredulidad que por torpeza. Continué viendo la mano hasta llegar al brazo, que se perdía bajo el mantel. Levanté el mantel, y vi cómo mis dos meseros habían muertos desangrados, y ahora estaban apilados uno sobre el otro bajo la mesa.

Quise gritar, pero el comensal me clavó los dientes en el cuello y no pude emitir sonido alguno. Cuando desperté, era un vampiro.

Por años vagué solitario por la tierra, vi ciudades y paisajes que no creía posibles, conocí lenguas extrañas y probé labios ajenos, pero ningún placer pudo asemejarse al palpitar de un cuello bajo mi boca, y el fluido de su líquido vital entrando a mi cuerpo. La sangre. Fresca, espesa. Absorbía una vida y con ella me volvía más fuerte, más astuto. Ingerirla me calmaba por un rato, hasta que salía a la calle y en mis oídos sentía el tamborileo de la sangre moviéndose con furia por el cauce de un cuello.

Supe que mi familia me había buscado, pero que habían llegado a la conclusión que yo estaba muerto, y habían optado por hacer de mí un recuerdo. Yo era todo menos eso: estaba vivo, ¡Vivo como nunca!

La soledad fue lo único que no pudo saciar la sangre. Jamás. Extrañaba la familiaridad que se logra cuando dos personas recorren juntas la vida, y pensé que me hacía falta un amigo, un compañero, el eslabón perfecto entre mi vida humana y la nueva existencia que llevaba.

"Un hermano" recordé "Aún tengo un hermano, lo puedo convertir".

No olvido el rostro de Sebastián cuando abrió la puerta y me vio por vez primera después de tantos años.

Me digo a mí misma "corre, corre" pero las piernas me traicionan y no se levantan. Pero aún puedo gatear, y hago justamente eso: evado a Antonio, giró y me deslizó sobre el suelo.

No logro llegar muy lejos; antes de rozar la puerta, Antonio me aferra de los pies, me arrastra hacia él y me arranca un lado de la camisa. Luego llega el dolor.

Me clava sus dientes en el hombro, dos cuchillos que llegan profundo, y que producen una onda de dolor en todo mi cuerpo. Las extremidades se me acalambran, el cerebro se me nubla: no puedo sentir otra cosa que no sea el filo de sus dientes. Luego siento un frescor que me recorre los hombros, y veo la sangre cayendo de los mismos.

En el reflejo de la puerta veo a Antonio con el rostro hundido en mi carne. Me cuesta asimilar que es mi sangre la que le llena la boca. Una tercera sombra aparece: lo toma de la frente y lo jala hacia él.

-¡Basta!-grita Sebastián-¡Basta!

No sé qué sería mejor: que Sebastián lo apartara de mí, o que lo dejara matarme, porque ambas cosas son insoportables. Siento cómo los colmillos de Antonio se deslizan en su salida de mi hombro, desgarrando músculos a su paso. Un grito animal se escucha, pero esta vez, proviene de mi boca. No soporto más.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.