Al entrar al cuarto de limpieza y recámara de Sebastián, una única pregunta asalta mi mente:
-¿Cómo sabes que no me convirtieron?
-Lo hubieras notado.
-¿Por medio de alguna señal sutil?
-Sí, tan sutil como que te arrojaras al suelo gritando de dolor, se te marcaran todas las venas del cuerpo y vomitaras un líquido viscoso y negro.
-Nunca me ha gustado el sarcasmo.
-Este es un buen momento para empezar a apreciarlo.
El cuarto de Sebastián es apenas una esquina del hotel con puerta y una ventana. Le he dicho una y otra vez que el lugar parece una ratonera, y su respuesta siempre es: "Me gusta. Es privado y me la paso bien aquí casi todos los días". Hoy no parece ser uno de esos días.
De un salto se cuelga a la única ventana, con las puntas de los pies sostenidas sobre una hendidura de la pared. Lo veo y siento que estoy viendo a otra persona, fuera de toda lógica: se sostiene con equilibrio, sus movimientos son mesurados, no muestra fatiga en ningún momento. ¿Cuántas veces habrá fingido ser más débil para no levantar sospechas? ¿Cuántas veces no habrá revestido su cuerpo de torpeza para hacerse pasar uno más? ¿Cuántos secretos no seguirá guardándose? A pesar de todo, no puedo quejarme; yo misma sigo sin contarle el secreto que pensaba revelarle en la mañana.
-Sebastián, ¿puedo decirte algo?
-Ahora no Silvana, estoy calculando cuánto te tomaría salir de aquí y llegar a la plaza de enfrente. Una vez ahí estarías protegida de Antonio y los otros vampiros, siempre y cuando te mantengas bajo el sol.
-¿Y tú? ¿Qué harás tú?
-Bah- responde quitándose importancia-. A mí no me dañaran. Mi plan es salir por la noche y encontrarnos en algún punto. De ahí en adelante podríamos escapar juntos. ¿Qué te parece? Solos tú y yo.
Baja de un salto y me mira. Sus ojos, casi negros por completo, muestran un poco de ilusión, como si una alegría se hubiera gestado entre tanto dolor.
-Sucede que, tengo que contarte algo.
Alguien toca del otro lado de la puerta. Sebastián se queda en su lugar. Después ese alguien golpea con tanta fuerza que la puerta se agita.
-Sebastián, tenemos que hablar-reconozco la voz de Antonio-. Hermano, por favor.
Tras un silencio, Antonio reanuda el golpeteo.
-Te advierto que la paciencia se me está agotando, Sebastián.
De nuevo silencio. De pronto, Sebastián parece captar algo, y sin perder tiempo se precipita a la puerta; del otro lado Antonio la empuja con fuerza, tanta que casi la derriba. Sebastián empuja y logra cerrarla. Luego se apoya sobre ella para evitar que Antonio entre.
-Hermano, podemos arreglar esto. Confía en mí.
-Dijiste lo mismo cuando me convertiste, Antonio.
-¿Y acaso no te cumplí? ¿Acaso no fue mejor de lo que esperabas?
Sebastián se deja caer sobre la puerta, provocando un estruendo.
-Está bien, está bien, mal chiste-replica Antonio-. Pero de verdad, podemos solucionar esto. Solamente tenemos que hablarlo.
-¿Hablarlo mientras desengranan a Silvana? No lo creo.
-Nadie va a desangrarla. Somos vampiros civilizados, podemos perdonarle la vida mientras hablamos de esto.
-¿"Podemos"? ¿Quiénes?
-Todos-responde Antonio con un sonsonete alegre-. Ninguno va a tocarla mientras discutimos qué hacer con ella.
-No te creo.
-No tienes que hacerlo. Pero deberías de escucharme, puesto que ahora mismo soy tu única opción de salvarla.
La bravura de Sebastián parece caer a sus pies como una capa; su mirada se vuelve triste, al tiempo que pierde la postura erguida y se queda sin palabras.
-Quiero que la dejen aquí, en este cuarto, mientras tú y yo hablamos. Que nadie, absolutamente nadie, ponga un solo pie en la entrada.
Corro hacia él en cuanto dice él, hecha un mar de lágrimas y rogándole que no me abandone. Me toma de las muñecas y pone mis manos sobre mis labios, mientras repite en silencio "Todo estará bien, todo estará bien".
-De acuerdo-responde Antonio-. Ahora sal.
-¿Lo prometes?
-Lo prometo.
Luego de un momento Sebastián me guía hacia un rincón del cuarto; tras un taburete hay una pequeña puerta, que al abrir muestra un escondite en el que quepo sentada. Me pide que entre, me promete que no tardará mucho, luego cierra la puerta. En la oscuridad escucho el taburete siendo arrastrado hasta quedar frente al escondite. Y luego, el abrir y cerrar de la puerta del cuarto que prueban que Sebastián ya ha salido del cuarto.
Estoy sola. Mis manos sienten la dureza de la pared. Me agarro las rodillas para tratar de ahorrar espacio. Estoy completamente sola. La impenetrable oscuridad se asemeja a lo que veo cuando pienso en mi futuro.
El amor nunca me ha parecido un acto heroico. Es más bien el deseo humano de hacer poética una vida por demás aburrida. Créanme, he vivido décadas en este lugar que llaman mundo, y puedo decirles que no existe mayor decepción que el darse cuenta que no hay propósito alguno en vivir aquí.
Mi hermano pareciera no pensar lo mismo. Eso es algo que ni siquiera la vida de vampiro ha podido arrebatarle: el deseo infantil de esperar que el amor le brinde sentido a la vida. El vampirismo pudo, por otra parte, despojarle de su inocencia y de su nobleza. Sebastián nunca lastimó a nadie, ni siquiera a un insecto, mientras era humano, pero como vampiro ha tomado sangre humana innumerables veces. Al inicio resistió tanto como pudo, pero el hambre devoró a la razón, y terminó matando para vivir.
Recuerdo la primera vez que lo hizo. Lo encontré en cuclillas, sobre el pecho de un hombre de mediana edad, con la boca embarrada de sangre. Me miró como perdido, y luego hundió la cabeza entre sus rodillas. Estaba devastado, pero no había podido evitarlo. De cualquier manera, asentó un nuevo récord en el mundo de los vampiros: ocho meses sin probar ni una sola gota de sangre humana.