Laia despertó aturdida y temblorosa. Sentía arder su cuerpo. No sabía que había pasado, ¿se había quedado dormida allí, en el suelo de la terraza bajo ese sol abrasador que el techo no alcanzaba a tapar por completo? Se movió lentamente sintiendo pinchazos en cada uno de sus músculos e intentó ponerse en pie. Cientos de agujas se clavaron en sus extremidades al sentir el cada vez menor peso de su cuerpo, tuvo que agarrarse a la barandilla para no caer nuevamente. Sin embargo se dejó escurrir hasta el suelo, allí se abrazó a sus rodillas y lloró amargamente en una posición casi fetal.
—¿Por qué Eric, por qué me haces esto?
Su voz se disolvió entre el sonido de las olas.
Miró al cielo mientras trataba de encontrar una explicación a lo que estaba ocurriendo, algo iba mal, muy mal. Lo presentía, notó como la furia la embargaba, la rabia, la frustración se abrieron paso a marchas agigantadas en su cerebro. Todo empezaba a cobrar sentido, él había venido con ella, con la otra, con esa otra mujer que hacía que estuviera tan distante de ella. Ese aroma, ese perfume que le resultaba tan desagradable era el de esa maldita mujer, por eso él olía así. Debía de encontrarse con esa mientras ella dormía agotada por el trabajo para que su amado fuera feliz, por eso él dormía todo el día, por eso estaba engordando porque comería lo que ella con tanto amor le preparaba y lo que la infame le trajera para seducirle.
—¡Maldita! Voy a acabar contigo —gritó al mar—. No podrás arrebartarme a mi amado, es mío. Y puede que él esté ahora confundido, pero es el amor de mi vida.
Una idea cruzó por su cabeza, y si había aprovechado su sueño para estar con él. Entraría ahora y solucionaría todo el asunto. Eric volvería a ser suyo y de nadie más.
Con la rabia envolviendola se levantó sin sentir los cortes de las plantas de sus pies y se dirigió hacía el interior. Nada más cruzar la puerta, ese aroma medio dulzón que le recordaba a algo putrefacto, la recibió. Según avanzaba el olor se hacía más intenso, llegando incluso a tener que contener una náusea que le retorció el estómago.
—¡Sal de mi cuarto! Deja a mi novio, él es mío. Eric, Eric, díselo.
Calló al ver al hombre solo en la cama, su rostro tenía una extraña expresión.
—¡Amor! Estás sufriendo. ¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo? ¿Cómo he podido dudar de ti?
Corrió a su lado y se sentó junto a él en la cama. Acarició con cariño y devoción absoluta su cara, tratando de relajarla. Hasta que notó como se volvía más dulce su gesto. Notó su cuerpo húmedo así como las sábanas.
—Tranquilo, yo cuidaré de ti, no tienes porqué preocuparte. Estoy contigo, como siempre. Esa arpía no podrá separarnos, ¿sabes? Es a mí a quien necesitas y voy a demostrártelo.
Se dirigió al aparador y sacó unas sábanas limpias y con habilidad de una profesional de enfermería cambió las sucias y desvistió al hombre, tirando todo al suelo, luego corrió al baño y llenó un barreño con agua y jabón, se aprovisionó de una esponja y algunas toallas. Uso una de estas bajo el cuerpo del hombre para que el agua no mojara las sábanas limpias y luego limpió con delicadeza y esmero a su amado.
—Estás helado y sin embargo sudas. No te preocupes, te pondrás bien, yo haré que te pongas bien.
Le aseó y posteriormente perfumó con esa colonia que tanto le gustaba. Esa que le hizo recordar los tiempos pasados. A sus primeras citas cuando su aroma le precedía. ¡Cuánto le amaba desde el principio! Sonrió al recordar sus manos fuertes enlazando la suya al cruzar las calles. Su calor cuando en las noches el fresco la hacía temblar y él la protegía entre sus brazos.
Las lágrimas lucharon por escapar de sus secos ojos, y huyó al baño, él no debía verla flaquear, no podía pensar que era débil. Tenía que confiar en ella y débil no podría hacerlo. Él siempre la había cuidado hasta que empezaron ese viaje, que ya no le parecía una idea tan buena. Allí, hizo todo el camino desmayado prácticamente. Y ahora había enfermado por su culpa.
Se golpeó sin querer con la puerta y una de sus heridas se abrió y volvió a sangrar. Ahogó un grito de dolor y miró como el suelo ya de por sí manchado volvía a teñirse de rojo. Un mareo hizo que se sujetara a la pared jadeando. Un sudor frío la embargó, pero ella no podía caer, debía cuidarle.
Miró la sangre del suelo y de golpe cayó en la cuenta, hacía mucho que ella no sangraba, no de sus heridas. Debía haber empezado su menstruación unos días atrás. Ella era como un reloj. Siempre 27 días, ni uno más ni uno menos. Y habían pasado treinta, estaba segura, con la mudanza y el ajetreo lo había olvidado, pero no, este mes solo habían sangrado sus pies.
Editado: 13.09.2018