El hombre de gabardina negra.

El hombre de gabardina negra.

La ciudad para los ojos de un pobre hombre se ha tornado gris, sus calles oscuras ocupadas por personas sin rostro. Los veía sonreír, unos acompañados tomados de la mano, otros cargando en hombros a sus pequeños que jugaban con luces que iluminaban una pequeña plaza en el centro, lugar de aquellas almas que por alguna razón dejaron escapar sus vidas y terminaron sin hogar. Olvidados por el tiempo y por sus familias.

Aquella pequeña localidad atiborrada de luces y fiestas, se dejaba ver una pequeña figura encorvada por la edad, paseando por sus calles azules y sus edificios adornados de colores festivos, su ropa desgastada no combinaba con aquella sociedad orgullosa y plena de belleza por doquier.

Aquel señor de gabardina negra, ya no observaba la vida de color verde esperanza, cada sonido, cada voz que escuchaba le recordaba a su amada, la que partió hace tiempo para no volver, dejando una estela de tristeza y melancolía a este pobre ser que deambulaba por unas calles que no lo deseaban ver.

Tantos pasos andados por el vacío triste de su persona, nadie lo observaba, nadie lo esperaba en algún lugar, ciertamente el no era bienvenido en ese sitio de color y dignidad.

No era merecedor de estar allí.

Las risas de una niña lo llevaban al vago recuerdo de un futuro que no pudo ser, su amada, su hermosa reina estaba embarazada, iba a tener a su primer hijo. Ellos muy emocionados le contaban a sus amigos que su familia crecería de a poco, charlaban de la nueva casa que comprarían para proteger el bienestar de los suyos, discutían sobre quien iba a ocupar la habitación de visita por primera vez, sus padres o los de ella. El color del cuarto del bebé, las cortinas, el estilo del baño, sin duda era feliz.

─¡Cuidado, vago, fíjate por donde caminas! ─los gritos de un hombre barbado en su moto lo devolvieron a su realidad vacía. Aquella realidad que olvidaba en ocasiones bajo una botella o con aquellos polvos de humareda ilusionista.

Lo destruían de a poco, ya sus pasos no eran acelerados, ya no había quien lo esperara en su hogar, hogar que perdió cuando su amada partió con su bebé. Descuidó su vida, dejó de comer, borró a sus amigos, olvidó a su alma. 

Se dejó de querer.

Ya caminando por un boulevard, las personas lo evitaban pero a él no le importaba, no los veía, ni siquiera notaba la presencia de las miradas que lo juzgaban por su apariencia descuidada y mal oliente. Solo observaba aquel restaurant, el mismo donde se arrodilló a su amada para pedir que se unieran de por vida, el mismo restaurant donde se enteró que sería padre. Los aniversarios, los amigos, aquello lo llevaba a un viaje del cual no quería regresar, levantó la botella y bebió hasta saciar el ardor que dentro tenía.

 Sus lágrimas no era más que un asco para los ojos de los presentes. A él no le importaba ya que se asumía en un recuerdo que lo hacía estallar de alegría.

─Debería de haber más seguridad por aquí ─comentaban las personas que como siempre, eran los mejores jueces, mucho mejor que una entidad divina que aquel hombre sentía que lo había abandonado.

Aquel hombre de gabardina negra, no pudo soportar más aquella imagen, decidió continuar con su triste andar. Unas gotas comenzaron a caer, las personas intentaban ocultarse de la lluvia, pero él no lo sentía así, más lo hacía llevar a su momento de felicidad. Recordaba como le gustaba mirar la lluvia caer en el balcón de su casa, abrazado a su amada, tocándole su vientre ya en gestación. Un delicioso café y aquel sonido que producía el cielo, el meciéndose al frente de su hogar, observando aquellas gotas que lo hacían meditar y ser feliz.

Ahora la lluvia caía en soledad para su alma desgastada y triste, la botella ya vacía no lo hacía olvidar, no quería borrar esa imagen, extendió sus brazos y dio vueltas. Sentía cada gota, sus lágrimas se confundían con la lluvia, sonreía, era dichoso por un pequeño momento.

Regresó a aquellos años de hermosa juventud.

─Señor se va a enfermar ─gritó una niña a aquel hombre de gabardina negra quien se quedó quieto al escuchar aquella voz frágil e inocente.

─¡Camila, que imprudente eres! ─su padre reprendía a aquella niña─. Déjalo quieto, es un simple vago y está borracho, mejor alejémonos de él.

Aquel pobre vagabundo observó por un instante a la pequeña Camila, ella le sonrió muy inocente y él le respondió el saludo con su mano derecha. La lluvia se había ido y continuó con su andar, giró su mirada hacia atrás y vio a la niña despidiéndose de él, su alma respiraba nuevamente.

Llegó a un parque alumbrado con faroles, los animales nocturnos eran los dueños de la música, su sonido estruendoso era el reflejo de la soledad reinante en aquel lugar que era un sitio para los olvidados en el tiempo.

Una banca desgastada era el refugio de aquel hombre, su gabardina era su abrigo para pasar el frío que producía la amada noche. Un viejo cartón arrugado era su cama, sacó de un bolsillo algunas pertenencias, un desgastado almanaque, unas pocas monedas y una foto arrugada.



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En el texto hay: romance, tristeza, ciudad

Editado: 04.09.2018

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