El hombre de humo

Prologo

   La noche estaba sobrecargada de humedad. La tormenta había parado unas horas antes y se batía en retirada hacia el mar, dejando un aire denso y caluroso en el ambiente. Era entrada la noche y los bares comenzaban su encarnizada lucha con los borrachos ocasionales para poder cerrar. Había viento. Unos jóvenes avanzaban en la calurosa noche dando tumbos por la calle, salían de un pequeño club a medias entre un bar y un lugar bailable. Se oía una sirena, no era el ruido molesto y constante de una alarma, tampoco era de esas que comienzan suavemente para llegar a sonoridades casi insoportables. Esta se mantenía en el tiempo con el mismo ritmo y la misma sonoridad. Marcos no había aprendido a identificar nunca el ruido de las sirenas, nunca sabía si era de la policía o una ambulancia, o simplemente era ruido. Ahí estaba recostado sobre la acera caliente, una noche igual de caliente. Estirando los brazos en gesto osco, deforme, grotesco. Entre sus manos tenia aun la pistola, un arma vieja y oxidada calibre 22. La boca se le había secado y le costaba respirar, sentía un líquido caliente que le quemaba todo el rostro desde la frente hasta los ojos y le impedía ver. Las palabras se le anudaban, oía la sirena. El mareo constante le hizo pensar en alfileres. O algo más pequeño, mas filoso, algo que le entraba desde alguna parte hacia el centro de su cerebro y estallaba en una onda de choque vaporizándose en millones de pequeñas virutas de metal que le destruían su cerebro y le provocaban convulsiones cada vez más violentas. Escuchaba la sirena.

   Cuando abrió los ojos, ya no era de noche y tampoco estaba recostado en la acera caliente. Ni siquiera hacía calor. Un rostro deforme e irreconocible había entrado en su campo de visión, algo lastimaba sus oídos. Cada vez que aquel rostro movía su desfigurada boca para emitir un sonido, oía una sirena. Fuerte, inexpresiva, aturdía desde el lado derecho de su cabeza avanzando como un fulgor estrellado. Avanzaba con dolor. Quiso gritar, quiso pedir que se detuvieran, pero de su voz solo salió una sirena. No podría decir si era la misma, aunque posiblemente le causara el mismo dolor. No sabía de que sirena se trataba, nunca supo diferenciarlas.

   Sentía las manos pesadas y adormiladas, sus piernas no estaban con el. Tardo unas horas en darse cuenta de que estaba vivo, sus ojos poco a poco se fueron acostumbrando a la luz y al ser usados, comenzó distinguiendo sus manos, después la cama y finalmente un crucifijo. Estaba en un hospital.

   Marcos. Sé que me llamo Marcos. Hacia dos o tres días que su voz no encendía la sirena en su cabeza. Lamentablemente el rostro, ahora más nítido que día a día se colocaba frente a el seguía causándole severos dolores de cabeza. - No sé nada más, pero sé que me llamo Marcos. Repitió, como intentando asegurarse que comprendieran. Aun no le respondían las piernas, pero sus manos ya podían sostener vasos. Hasta creía que podría darse la medicación por si mismo, si el rostro tuviera la amabilidad de dárselas en la mano. Antonio, la cabeza se llama Antonio.

   Se durmió en algún punto entre la última pastilla y la visita final de Antonio para ese día. Había aprendido a medir sus días exactamente gracias a las visitas de Antonio. A primera hora de la mañana Antonio olía a dentífrico y a colonia barata. Cerca del mediodía, su segunda visita, traía olor a comedor público y finalmente en la última del día olía a formol. Este era el caso.

 

- Me voy ya Marcos. ¿Estarás bien? - Pregunto la cabeza, haciendo estallar la sirena de una manera atroz.

 

-Marcos, mi nombre es Marcos- Respondió, en busca de un alivio para sus oídos.

 

   La cabeza de Antonio se alejó, como siempre, las luces se apagaron y reinó el silencio. Inmutable silencio, acompañado por un viejo amigo: La soledad.

   No habían pasado más de una hora desde que Antonio, la cabeza parlante lo dejara en la oscura soledad en la que se encontraba. Cuando sintió el "beso". Una sopapa ejerciendo succión desde el oído derecho que hizo eco en toda su cabeza. Se llevó las manos a las orejas, un líquido viscoso brotaba de ellas. Grito, pidió ayuda y se desmorono en lágrimas. Cuando las luces se encendieron, muchas personas corrían para ayudarlo, sentía su cama empapada en sangre. Había tanto líquido a su alrededor que no podía distinguir de donde le salía. Sin embargo algo sucedió, por primera vez en muchos días cuando una de las cabezas entro en su campo de visión, la escucho.

 

- Esta bien Marcos, quédate con nosotros, te pondrás bien – Dijo una voz femenenina.

 

Silencio y oscuridad.

 

   Un goteo incesante y poderoso inundaba la habitación. Era de esos ruidos que aumentan a medida que alguien les presta atención y que poco a poco dominan nuestra mente. Abrió los ojos en busca del crucifijo que decoraba la pared de su cuarto y no lo encontró. Tenía las manos atadas y sentía dolor en sus oídos. Repaso la habitación lo mejor que pudo con la vista. No era la suya.




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