El hombre del elevador

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Me había tocado trabajar en víspera de año nuevo. Toda mi familia había venido desde Nevada hasta Nueva York para celebrar conmigo, y yo casi no podría verlos.

Además, como si fuera poco, mi jefe me había dicho que podía irme cuando terminara el trabajo. Y eso era peor que tener un horario. Faltaban sólo dos horas para año nuevo ¡y yo aún no terminaba!

Mi tarea esta noche era hacer un inventario de todos los bienes del marido –futuro exmarido– de nuestra clienta, para que los abogados pudieran presentar una lista de ellos en la corte, pasado mañana. Y el sujeto en cuestión tenía muchísimo dinero. Sin mencionar que, aparentemente, era un comprador compulsivo.

Yo iba y venía desde el estacionamiento, en el subsuelo, hasta la oficina de nuestro despacho, en el décimo piso, con cajas y cajas de documentos, porque ninguno de los hombres de la oficina quiso quedarse a ayudarme con eso y yo sólo podía cargar con una caja a la vez. Gracias a Dios, estaban los elevadores, claro.

Pero en uno de mis viajes al subsuelo, al regresar a la recepción, ví que esta vez los elevadores parecían no estar funcionando. Sus puertas abrían y cerraban sin control, y el guardia de seguridad –el único otro pobre diablo allí conmigo esa noche– dijo que no entendía lo que pasaba, pero que llamaría al técnico en la mañana. Sin embargo, uno de los elevadores, no parecía presentar el mismo problema. El “elevador raro”.

El elevador raro, era famoso por hacer lo que quería. Si pedías que te llevara al piso 9, te llevaba al 7, si pedías el 6, te llevaba al 11. Además, cada tanto se trababa a mitad de camino y debías esperar una o dos horas hasta que el técnico viniera a repararlo. Y por esa razón, nadie nunca tomaba ese elevador. Pero esta noche, al parecer, sería mi única opción.

—Tomaré este, Rob, si no salgo en el décimo piso en 10 minutos, intenta sacarme tú –dije, preparándome mentalmente para ese escenario.

—Téngalo por seguro, señorita Jane, estaré mirando la cámara del piso diez hasta ver que salga.

—¿Este asensor no tiene cámara adentro?

—Sí, pero jamás funcionó. Incluso vinieron a reemplazarla. Pero sólo vemos estática en el monitor –explicó Rob.

Sólo eso faltaba. Si el elevador de repente se desplomaba, ni siquiera podría dejar grabado un mensaje de despedida para mi familia.

Resignada, agarré coraje y comencé a caminar hacia él de todos modos.

—10 minutos, Rob. Recuérdalo, por favor –supliqué una última vez.

Me paré frente al elevador, tomé aire y presioné el botón para llamarlo a la planta baja, mientras sujetaba la caja con los documentos como podía. Casi de inmediato, las puertas se abrieron y entonces me quedé helada.

En su interior, apoyado contra el espejo que cubría la mitad superior del elevador, y con las manos en los bolsillos, había un apuesto hombre de traje oscuro y corbata. Era alto, de cabello castaño y ojos grises, facciones perfectas y notoriamente musculoso porque el traje marcaba tanto sus pectorales como sus bíceps.

Debí hacer un enorme esfuerzo por despegar los ojos de ese magnético cuerpo, pues este hombre suscitaría las fantasías más candentes en cualquiera, y yo no era la excepción.

—¿Subes o bajas? –preguntó de repente el hombre, cuando yo no atiné a entrar al elevador.

—Subo –respondí, poniendo un pié adentro.

De inmediato se me ocurrió voltear a ver a Rob para hacerle alguna seña, porque este hombre, por más atractivo que fuera, era extraño. Pero Rob tenía la mirada fija en el monitor de su escritorio, probablemente esperando verme en el piso diez en cualquier momento.

Resignada, puse el otro pie dentro y las puertas se cerraron detrás mío en ese preciso instante.

—¿A qué piso vas? –preguntó el hombre, con un dedo listo para presionar el botón que correspondiera.

—Al diez –contesté nerviosa.

—Yo voy al once.

Presionó entonces los botones en ese orden, y con un ruido espantoso, el elevador comenzó a subir.

Podía oírse lo que parecía ser el cable de tracción pasando por la polea, y el chirrido del metal de la cabina en su paso por los rieles. Además, el interior se sacudía de forma leve, pero suficiente como para obligarte a sujetarte.

Con ambas manos sujetando la caja que llevaba, de pronto perdí el equilibrio, y me hubiese ido al suelo de no ser por los fuertes brazos que de pronto me sujetaron.

—Gracias –dije mortificada. No pensé que fuera a sacudirse tanto.

—Siempre lo hace. Se lo he dicho una y mil veces al resto de los socios. Algún día este elevador matará a alguien.

Eso me dejó en shock.

—¿Tú tienes diálogo directo con los socios?

El hombre sonrió mientras tomaba la caja de mis manos.

—Soy uno de los socios de la firma.




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