CAPÍTULO 2
—No es posible, los socios de la firma están en sus 50s. Los conozco, aunque nunca intercambié una palabra con ellos. Trabajan…
—¿En el piso 11? –dijo el hombre, con una media sonrisa de lado–. Ahí está mi oficina. Pero no están en sus 50s, pobres hombres. Aunque quizás algunos lo aparentan, como Clay, ya sabes… por la falta de cabello.
Conocía al señor Clayton, por supuesto, y ese hombre tenía al menos 55. No podía ser impresión mía, ¿o sí?.
—Es el estrés, ¿sabes? –continuó diciendo el hombre–. Este trabajo no es para cualquiera.
—Pero nunca te había visto en el edificio –argumenté, reprochándome por haberle permitido tomar la caja con los archivos del caso.
Este hombre no podía ser quién decía ser. Estaba segura de que conocía a todos los socios, y él no era uno de ellos. ¿Sería posible que fuera abogado del esposo de nuestra clienta? Siempre que un caso involucraba grandes cantidades de dinero –como éste– nos pedían tener extremo cuidado con el manejo de la información del mismo.
Con esto en mente –sin hacer mucho alboroto–, traté de volver a tomar posesión de la caja de archivos, cuando de repente, escuchamos un estruendoso sonido a metal y el piso pareció desplomarse bajo nuestros piés. El elevador habría caído al menos dos pisos, y por un instante, juro que quedamos unos centímetros en el aire, antes de volver a impactar contra el suelo.
En ese momento, estaba segura de que moriríamos. Cerré los ojos con fuerza y cuando mis piés volvieron a tocar el suelo, perdí el equilibrio y caí de espaldas. Inmediatamente después, sentí algo pesado caer sobre mí, cubriendo mi cuerpo desde el pecho hasta las piernas.
—Gracias, me amortiguaste el golpe –oí decir al supuesto socio, con una risa nerviosa.
Abrí los ojos de inmediato, y efectivamente, el apuesto hombre estaba sobre mí. Su cabeza debió caer sobre mis pechos y el resto de su cuerpo, casi completamente sobre el mío. Ahora ya no debía suponer que debajo de ese traje había unos músculos bien definidos, sabía que así era porque los sentí flexionarse mientras él intentaba levantarse.
—¿Podrías apresurarte? Estás pesado –dije, porque quedaba raro que no me quejara de tenerlo encima.
—Lo siento. No quise caer sobre tí, en serio. ¿Estás bien? –preguntó, finalmente logrando desenredar sus piernas de las mías y ponerse en pie.
—Sí, sólo serán unos cuantos moretones mañana. Suponiendo que salgamos.
Él sonrió y me ayudó a levantarme.
—Saldremos, no te preocupes. Y cuanto antes mejor. No sé tú, pero yo aún tengo mucho trabajo por hacer antes de dar el día por terminado.
Oír eso me hizo recordar la caja y su valioso contenido. Todos los papeles se habían desparramado por el piso. Sería casi imposible organizarlos esta noche, y si lo hacía, no había forma de que terminara de hacer también la lista de bienes.
El hombre debió haber visto la preocupación en mi rostro, porque de inmediato se agachó a alzarlos. O tal vez sólo vió la oportunidad perfecta para echar un vistazo, lo cuál probablemente era su objetivo.
Enseguida me agaché también y tomé de sus manos los que ya había recogido.
—Yo me encargo, no te preocupes –dije, tratando de no sonar nerviosa.
—Pero puedo ayudarte –insistió, recogiendo algunos más.
También tomé esos.
—¿Por qué no vas presionando el botón de emergencia para que podamos salir pronto de aquí?
Eso me ganó una mirada extraña.
—¿De qué son estos documentos y por qué no me quieres cerca de ellos? –preguntó el hombre, dándole un vistazo a las hojas que aún quedaban en el piso.
—Discúlpame por actuar paranoica, pero no sé quién eres en realidad. Podrías ser un abogado de otra firma, o no, pero no tengo forma de saberlo.
—Te dije quién soy. ¿Cómo es que conoces a todos los socios menos a mí? Lo admito, no soy el alma de la fiesta en las reuniones que organiza la firma, pero he venido a trabajar todos los días desde que empezamos.
—¿Todos los días? ¿Y nunca nos cruzamos? –pregunté con escepticismo–. Además la firma existe desde hace décadas, y tú tienes, ¿qué? ¿35?
—En eso tienes razón, ahora que lo mencionas, es muy extraño que jamás nos hayamos cruzado. ¿Cómo sé que en verdad trabajas para esta firma?
Esto era ridículo, tenía 5 minutos de conocer a este hombre y ya quería matarlo.
—Tengo mi identificación justo aquí –dije, sacándola de mi bolsillo.
Él se acercó para ver. Y no debí haber colocado la tarjeta plastificada tan cerca de mi rostro, porque ahora el suyo estaba a menos de diez centímetros del mío. Y juro que parecía esculpido por los mismos ángeles.
—Jane Brown. Secretaria legal –leyó en voz alta–. ¿Cuánto tiempo llevas en la firma?
—Cuatro años, serán cinco en febrero. Ahora muéstrame tu identificación.
El hombre me miró como preguntando si hablaba en serio.
—Soy uno de los socios, por supuesto que no llevo una identificación laminada para probarlo –dijo, poniéndose de pie.