El hombre del saco

El hombre del saco

Alguien me persigue así que huyo hacia la caverna de roca. Allí dentro las estalactitas crecen en el suelo; las estalagmitas salen del techo y el agua discurre a contracorriente…

Confío en despistar a este inoportuno acechador que busca convertirme en lo que no soy. Cambio de tercio y me pongo a pensar… No recuerdo dónde he aparcado el coche. Creo haber estado medio día tratando de dar con él mas resulta misión imposible al tratarse de un vehículo corriente; amigo de las averías.

Me seducen las pequeñas y grandes calles llenas de gente. Calles angostas sin salidas cómodas marcadas por un intenso olor a orines. La plaza mayor está ahí, llena de piedras levantadas, pozas de agua, locales de mala muerte, bares de perdedores y tiendas con el cierre echado. ¡La vida misma!

Entonces me veo en la gran avenida. No ha cambiado demasiado en estas últimas décadas. Edificios modernos, personas modernas y todo lo moderno que uno pueda imaginarse para sentirse tan cómodo como servil.

Arranca a llover y lo hace con cerril indiferencia. La lluvia limpiará las ciénagas, incluyendo criaturas de dos patas arrastrándose por ellas. Están como en casa, pisando la alfombra de bienvenida…

Los faros de los coches apuntan con sus luces a los escaparates. Fíjense, lo último en moda, por descontado sin rebajas pues hablamos de glamour, no de vulgaridad…

El gentío camina aprisa, sorprendidos por el repentino aguacero. Bocinas chirriantes piden paso y yo, tras pestañear, resulta que estoy sentado en un banco del parque. Alguien ha pintarrajeado un muñeco y éste me mira con sus dos círculos, mal hechos, que pretenden ser ojos. Me río de él y el condenado me abofetea con un rectángulo que hace de mano…

Entro en una nueva ensoñación. Observo piratas con sus chafarotes en ristre; un espantapájaros enganchado al tabaco y tres prostitutas discutiendo con sus chulos, navajas en mano. Veo drogaditos compartiendo jeringas para darse el último viaje antes de levitar hacia ninguna parte. Veo un gato sin bigotes que maúlla como un perro; una serpiente fuera del cesto y a un ciego que, sin manos, intenta meterla dentro…

El aire me rodea y el suelo me asfixia a ras de tierra. Lo lejano llega a mí como murmullo retirado. Eco de algo volviéndose alguien. ¡Despierta! ¡Despierta! Una sombra me está zarandeando insistentemente ¿qué querrá?…

Percibo frío y calor, al mismo tiempo. Escucho el sonido de una gota de agua cayendo lentamente desde el techo. El viento masajea un rostro, tal vez el mío porque los de los demás tienen más cara que espalda. Luz trémula, vas y vienes al son del descompás, rebotando en las mejillas pálidas. Quizás de igual modo sean las mías o tal vez no. Me las toco y ¡bingo! Están donde tienen que estarlo…

¡No! ¡Maldita sea! ¡Esa cosa vuelve a perseguirme!

La cueva de roca ya no es segura; debo abandonarla. Salgo afuera con la incerteza del leproso. Echo a correr y lo hago entre las sombras y luces de una ciudad que zapatea sin zapatos.

Locales del vicio, conductas barriobajeras y miradas de desprecio. Nadie se fija en el corredor porque tiene dos piernas y un chándal como cualquier otro deportista…

La lluvia pega sobre los vehículos aparcados en el funesto callejón. ¡Aquél es el mío! ¡Vamos! Me meto dentro, echo el seguro y la mano al contacto. Sin embargo no arranca porque es hijo de los años y hermano de las averías. Claro ¿qué podía aguardar? El maldito perseguidor me caza y lo hace sin más dicción que el tono definitivo en el canto del colibrí… ¡Belleza suprema!

Se prenden las farolas al filo de la noche. Lluvia tamizada, antros deleznables, vidas atareadas y rutinas en plan martillo pilón…

Gran avenida, con el bullicio de tu gente no puedes escuchar mis gritos. Me despierto para continuar picando entre sueños. Ya soy lo que no quería ser… ¡Perverso acechador! ¡Te has salido con la tuya!




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