El hombre que mató la esperanza

Capítulo 1 – El rostro entre la multitud

El cielo parecía despejado, aunque la tensión era tan palpable que hasta la luz se sentía artificial. Miles de personas se amontonaban en la Plaza Centra, gritando el nombre de su salvadora como si su voz pudiera materializar un milagro. Drones volaban en formación, transmitiendo en vivo la ceremonia; pancartas ondeaban con el símbolo de la estrella de seis puntas entrelazada. Luz Divina estaba por llegar.

En la sombra de un callejón, sin llamar la atención de nadie, un hombre observaba la escena con calma matemática. Su rostro no tenía expresión ni emoción; era un rostro perfectamente humano, ordinario, olvidable. Lo que lo hacía inquietante era justo eso: no tenía nada fuera de lugar.

Elias Vólcras se mantuvo inmóvil. Entre las miles de gargantas que coreaban con fe ciega, la suya fue la única que no se abrió.

—¿Y si no viniera? —murmuró apenas, para sí.

No lo dijo como quien teme la ausencia, sino como quien se pregunta si el experimento de la humanidad fallaría por sí solo. A su lado, una niña en hombros de su madre sostenía una flor amarilla. “Gracias, Luz Divina”, decía su cartel. Elias la miró brevemente y sintió algo parecido a tristeza… pero solo duró medio segundo.

Un zumbido eléctrico se hizo presente. Una esfera luminosa descendió lentamente del cielo, envolviendo la plaza en un resplandor cálido. La multitud estalló en vítores. La mujer descendió, flotando con gracia. Su túnica blanca ondeaba con una perfección casi simbólica. Donde ponía los pies, la tierra se iluminaba.

Valeria Nox. Luz Divina. La protectora de todos.

Elias Vólcras dio un paso atrás, perdiéndose entre la multitud. Nadie lo vio irse.

Tres horas más tarde, en una habitación sin ventanas, Elias se quitaba el reloj y lo colocaba en el centro de un escritorio impecable. Frente a él, una pantalla mostraba la grabación del evento desde cientos de ángulos. Datos de comportamiento, reacciones fisiológicas, tonos de voz. Todos los gestos estaban medidos, como si fueran variables de un experimento psicológico.

Rebobinó un fragmento. Detuvo la imagen justo donde la niña alzaba su flor y miraba a Luz Divina como si viera a un dios. Elias se inclinó hacia la pantalla. Su voz fue baja, como un susurro en la mente de alguien que duerme.

—Esto… es adoración. No amor. No respeto. Es servidumbre.

Se levantó. Caminó descalzo por el suelo de madera oscura hasta una pared llena de frases escritas a mano, algunas sobre fotografías de guerras antiguas, otras sobre rostros borrados.

“Sin necesidad no hay libertad.”
“La fe es una forma de anestesia colectiva.”
“Nadie elige si tiene un salvador.”

Su dedo se detuvo en una frase particular, escrita con tinta negra sobre una hoja gastada:

“No destruiré a los dioses. Haré que la gente deje de necesitar milagros.”

A la mañana siguiente, el mundo despertó con una nueva publicación viral en el foro Humanidad Pura. Sin firma. Solo un texto anónimo:

“¿Alguna vez te has preguntado por qué nadie te enseña a defenderte si puedes esperar que alguien vuele y lo haga por ti?”

La publicación fue compartida más de dos millones de veces en las primeras doce horas. El nombre de Luz Divina seguía siendo tendencia… pero algo nuevo, sutil, había entrado en la conversación global: la duda.

Y eso era todo lo que Elias necesitaba.

Más tarde, en una cafetería sin nombre al borde del distrito de información, Elias hojeaba un libro antiguo de retórica. Una mujer con lentes se sentó frente a él sin decir nada. Él levantó la mirada apenas un instante.

—¿Estás dentro? —preguntó.

Ella asintió.

—Seis países ya prohíben enseñar sobre la Asamblea en escuelas públicas. Otros cinco están considerando revisar sus estatutos de dependencia.

Elias no sonrió. Pero la tensión en sus hombros disminuyó.

—Excelente.
Cerró el libro. Se inclinó ligeramente hacia ella.

—Deben empezar a pensar por sí mismos. Solo eso.

Horas después, en la sede central de la Asamblea Celeste, Valeria Nox bajó el volumen de una transmisión. Su rostro se mantenía sereno, pero en su mirada había una incomodidad que nunca había sentido antes. Aeon la observaba desde el otro extremo de la sala.

—¿Lo leíste?

Ella asintió.

—Lo sentí.

Silencio.

—¿Lo consideras peligroso?

Aeon entrecerró los ojos.

—No todavía.

Valeria se levantó.

—Entonces esperaremos. El ruido no debe dictar nuestro curso.

Elias caminaba entre la multitud de nuevo, ya entrada la noche. Nadie lo notaba. Nadie lo conocía. Y sin embargo, cada conversación que pasaba cerca de él incluía una frase suya sin que lo supieran.

Él no era un enemigo.
No aún.

Era un susurro.

Y los susurros siempre vienen antes del derrumbe.




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