Bruma caminaba entre la niebla. Literal y figuradamente.
El amanecer era denso, cargado de humedad, y la ciudad parecía suspendida entre dos realidades: la de siempre, donde la Asamblea protegía con firmeza… y la nueva, donde la necesidad de ser protegidos estaba en duda.
Las calles estaban tranquilas, pero Bruma sentía una tensión subterránea.
No por lo que se veía, sino por lo que se percibía.
Su don, la capacidad de detectar la mentira, nunca se había sentido tan perturbado.
Y no por alguien en particular.
Sino por el mundo.
Durante la última semana, Bruma había rastreado más de 130 hilos de conversación en foros, servidores privados y redes profundas.
Todos parecían conectarse en una sola idea:
“No es odio. Es madurez.”
Esa frase la perseguía. La escuchó en la calle, en una cafetería, incluso en la voz de un niño que discutía con su madre mientras usaban un juguete holográfico.
No era una consigna.
Era una convicción.
Esa mañana, Bruma accedió a una red paralela construida por Aurora, diseñada para detectar pulsos de manipulación informativa.
Lo que encontró la dejó inmóvil durante ocho minutos.
Setenta y dos grupos civiles, coordinados, con líderes distintos, pero usando el mismo patrón narrativo.
No había líder.
No había jerarquía.
Solo un mensaje repetido, refinado, adoptado como propio.
—Esto no es espontáneo —susurró.
La red era tan limpia… que parecía orgánica.
Y ese era el truco.
Bruma solicitó una audiencia con Aeon.
Se encontraron en la Cámara del Tiempo, un espacio donde el flujo de los minutos podía ser ralentizado.
—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó.
Aeon alzó una ceja.
—Todo el que necesites. Pero solo si sabes qué estás buscando.
Bruma activó una proyección con los datos.
—Esto no es activismo. Es una ingeniería social. No buscan reemplazarnos. Solo... desplazarnos.
Aeon observó los datos.
Asintió con gravedad.
—¿Y el arquitecto?
—Aún no puedo probarlo. Pero... Elias Vólcras.
Aeon entrecerró los ojos.
—El pensador. El filósofo.
—El destructor sin violencia.
Horas más tarde, Valeria leyó el informe con atención.
—No podemos atacarlo. No tenemos nada ilegal.
Bruma golpeó la mesa suavemente.
—No necesitamos leyes para saber que alguien está desmantelando el alma de este mundo.
Valeria no respondió.
Solo cerró los ojos.
Y en el silencio… algo se rompió.
Kael observaba desde el pasillo.
No escuchó todo, pero comprendió el núcleo.
Bruma sabía.
Bruma lo veía.
Y eso… lo ponía en peligro.
No porque fuera culpable.
Sino porque no estaba listo para elegir.
Esa noche, Bruma redactó un mensaje privado.
No era un informe.
Era un testamento.
“Si algo me ocurre, Elias Vólcras es responsable.
No de mi muerte… sino de la muerte de la idea misma de necesidad.”
No lo envió.
Solo lo guardó.
Y luego… lo imprimió.
En papel.
Como si supiera que lo digital pronto dejaría de ser confiable.
Mientras dormía, un mensaje se publicó en Humanidad Pura:
“No destruyas a los héroes.
Solo pregúntate si aún los necesitas.”
Elias no firmó.
No lo compartió.
Pero lo había escrito.
Y con él, llegaba la tormenta.