El rostro de Bruma seguía apareciendo en las pantallas. No como un símbolo. No como una mártir.
Solo como un recuerdo visual intercalado entre otras noticias.
La primera en caer.
La primera que no fue destruida… sino borrada.
Aurora lo notó de inmediato: los registros digitales comenzaron a desvanecerse uno por uno.
No eliminados.
No hackeados.
Simplemente… despriorizados por los motores de búsqueda.
Como si la memoria colectiva hubiese sido programada para olvidar.
Elias Vólcras no estaba detrás de una consola.
No escribía códigos.
No daba órdenes.
Solo diseñó el patrón.
Un algoritmo emocional que otros ejecutaban por voluntad.
El sistema solo necesitaba leer emociones dominantes en foros, redes y noticias…
y priorizar contenido que las fortaleciera.
“Miedo a la dependencia.”
“Ira contra lo inalcanzable.”
“Ansiedad por la falta de control.”
Eso era todo lo que hacía falta para elegir qué mostrar…
y qué dejar caer en el olvido.
Aurora bloqueó sus sistemas personales.
Construyó un entorno cerrado y desconectado.
Analizó los flujos de información como si fueran mapas de guerra.
Y llegó a una conclusión aterradora:
—Esto no es manipulación.
—Es consentimiento.
Los usuarios compartían voluntariamente los contenidos que Elias había sembrado.
No porque fueran mentiras.
Sino porque respondían a lo que sentían, no a lo que sabían.
Valeria pidió una declaración oficial.
Aurora se negó.
—Si decimos algo ahora, solo parecerá desesperación.
—Y ya perdimos el monopolio de la verdad.
En otra parte del mundo, Elias caminaba por una galería de arte abandonada.
Las pinturas aún colgaban.
Rostros de mártires, batallas antiguas, figuras de salvación.
Frente a una pieza donde un ángel descendía para proteger a una ciudad en llamas, Elias se detuvo.
—No vuelan porque son nobles —dijo en voz baja—.
—Vuelan porque no conocen el peso de la elección.
Detrás de él, un grupo de adolescentes discutía sobre Bruma.
No sobre su muerte.
Sobre si alguna vez fue necesaria.
Elias sonrió.
No por crueldad.
Por certeza.
El algoritmo estaba haciendo su trabajo.
Aurora presentó un informe a la Asamblea.
Mostraba gráficas. Mapas de calor emocional. Líneas de tiempo.
Todos los datos decían lo mismo:
La población ya no pedía ser protegida.
Pedía ser escuchada.
Y los únicos que estaban escuchando… eran los seguidores de Elias.
Atlas golpeó la mesa con rabia.
—¡Somos la última defensa de este mundo!
—¿Y ahora debemos justificar que existimos?
Aeon respondió sin levantar la voz.
—Quizá ya no somos defensa.
—Quizá ahora somos un recuerdo incómodo.
Esa noche, Aurora subió a la torre más alta de su laboratorio y observó el horizonte.
Las luces de la ciudad seguían encendidas.
Nadie pedía ayuda.
Nadie necesitaba salvación.
Y por primera vez en su vida,
Aurora sintió que su genio no era suficiente.