El mar golpeaba con suavidad la costa rocosa.
No era un lugar sagrado.
No era un cuartel.
No era el escenario de una última batalla.
Era un banco de piedra frente al océano.
Y allí estaban ellos.
Elias Vólcras.
Valeria Nox.
Sentados a la misma altura.
Sin armaduras.
Sin símbolos.
Sin cámaras.
Solo ellos.
Pasaron diez minutos sin hablar.
Y luego, Valeria rompió el silencio:
—Lo hiciste.
—El mundo ya no nos necesita.
Elias asintió.
—Nunca debió necesitarlos para empezar.
Valeria no respondió.
Solo miró el horizonte.
El lugar donde solía volar.
El cielo que ya no reclamaba su luz.
—¿Por qué yo? —preguntó ella.
—¿Por qué hacer que la gente dejara de creer en nosotros… a través mío?
Elias bajó la mirada.
—Porque tú eras la más creída.
—La más perfecta.
—La más adorada.
Pausa.
—Y por eso, la que más dolía dejar atrás.
Valeria tragó saliva.
Había amado esa adoración.
No por vanidad.
Sino porque creía en lo que representaba.
Y aún lo hacía.
Pero ahora… nadie más lo necesitaba.
—¿Fue odio? —preguntó.
—No —dijo Elias.
—Fue fe. En la humanidad.
—Incluso cuando ustedes dejaron de tenerla.
Se miraron por primera vez.
No como enemigos.
No como rivales.
Como extremos opuestos de una misma pregunta:
¿Quién somos cuando nadie más nos sostiene?
—¿Te arrepientes de algo? —preguntó ella.
Elias tardó en responder.
—Sí.
—De que tu luz aún me parezca hermosa.
Valeria cerró los ojos.
—Y yo… de que tu oscuridad ya no me dé miedo.
No se abrazaron.
No se despidieron.
Solo se levantaron…
y caminaron en direcciones opuestas.
Y cuando ambos desaparecieron de vista,
el mar siguió allí.
La piedra siguió allí.
Y el mundo…
ya no necesitó testigos.