El hombre que mató la esperanza

Epílogo – El jardín sin dioses

Una niña caminaba por el parque central de Ciudad Borea.
Sostenía la mano de su abuelo.
Le preguntó:

—¿Es cierto que antes la gente volaba?

El hombre sonrió con tristeza.

—Sí.
—Pero ya no.
—Ahora… caminamos todos.

Ella no entendía.
Pero aceptó la respuesta como se acepta una historia que ya pertenece al pasado.

En ese mismo parque, una estatua yacía cubierta de flores.
No tenía rostro.
No tenía nombre.
Era una figura con los brazos abiertos y una capa… rota.

Había una placa a sus pies.

“A los que nos cuidaron.

A los que se fueron.

Y a los que aprendieron a quedarse.”

Nadie dejaba ofrendas.
Solo flores silvestres.
Que crecían solas.
Sin jardineros.

Elias Vólcras murió en su cama.

Solo.
En paz.
Sin aplausos.
Sin castigos.

Su último manuscrito no fue publicado.
No por censura.
Sino porque él mismo pidió que se destruyera.

“Mi voz ya no es necesaria.

Ustedes ya tienen la suya.”

Del cielo ya no descendía nadie.
Pero las manos humanas se alzaban cada vez más alto.
No para pedir ayuda.
Sino para sostenerse unos a otros.

El jardín donde alguna vez se erigieron templos,
donde se adoraron símbolos,
donde se suplicaron milagros…
ahora era solo eso: un jardín.

Con risas.
Con silencio.
Con sombras.
Con luz natural.

Y en medio de todo eso,
una sola flor crecía donde antes hubo mármol.

Nadie la regaba.
Pero nunca moría.

Y en ella, sin que nadie lo notara,
vivía la memoria…
de los que alguna vez fueron dioses…

…y decidieron, con dolor y amor,
dejar de serlo.




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