–Papá, con Mara estamos preocupados por vos, queremos que salgas un poco de la casa, que te distraigas un poco. Ya pasó un año, no podés seguir así. A todos nos shockeó lo que le pasó a mamá, fue todo muy rápido, pero tenemos que seguir. Los nenes de Mara y los míos quieren ver a su abuelo, la más chiquita casi no te conoce. Te necesitamos...
–Bueno, les prometo que voy a hacer el intento...ahora te dejo porque tengo el agua en el fuego y la pava está volando hace un rato.
–Chau papá, pensá lo que te dije.
–Chau hijo, lo voy a pensar...
Corté la conversación con una excusa falsa, porque no quería hablar más del tema. Desde que Ethel se fue de un día para el otro, mi vida se convirtió en un infierno. Quizás haya sido la forma, lo repentino de todo. El día que pasó el accidente yo no estaba, me había ido a la panadería a comprar unas facturas para el desayuno. Cuando volví, me encontré con una escena espantosa, que todavía asalta mis pesadillas. Ethel estaba en el piso, dura como una estatua, sus ojos desorbitados y vidriosos parecían que se saldrían de sus cuencas, su pálido rostro estaba negro, también los dedos de las manos y de los pies, su pelo chamuscado aún humeaba. El olor era insoportable. Se había electrocutado. Sólo estuve ausente diez minutos. Diez minutos que podrían haber hecho la diferencia entre la vida y la muerte. Desde ese día no volví a ser el mismo. Hace un año vivo prácticamente encerrado en esta casa llena de recuerdos. Su ropa sigue en el placard porque no tuve el valor de sacarla, de regalarla o donarla. Las fotos en la mesita de luz, en el living, en la heladera, en el comedor, en todos lados, hacen que no me olvide de ella, pero también me torturan, me preguntan ¿dónde estabas? ¿por qué no estabas conmigo?.
Los chicos tienen razón, esto no me va a llevar a ningún lado, tengo que ver a mis nietos, reforzar el vínculo. Quizás tardé un año en darme cuenta, pero nunca es tarde para volver a vivir. Ethel hubiese deseado que siga con mi vida. Empecé por las fotos, no las necesito para recordarla, ella siempre está en mis pensamientos. Las retiré con cuidado de los portaretratos y coloqué cada una en su respectivo álbum. Vacié el placard y saqué toda su ropa, mañana mismo iré a donarla a la iglesia. Tiré el cepillo de dientes, que sigue donde ella lo dejó, también el contenido de su mesita de luz: estampitas, folletos de la iglesia, papeles viejos con números de teléfonos, etcétera.
Después de embolsar la ropa y tirar lo que no sirve, me siento derrotado en el sillón del living frente a la tele. Culpable, triste, aliviado, con múltiples sentimientos encontrados que no creí que podían coexistir. Miro un poco la tele, aunque sin prestarle atención y me quedo profundamente dormido justo cuando empiezan los informes comerciales del estilo "¡Llame ya!". El televisor es uno de esos viejos, de tubo, con perilla para cambiar los canales, siempre nos resistimos a cambiar el que compramos cuando recién nos casamos. Ethel siempre decía "los televisores de ahora no duran tanto como los de antes". La cantidad de tiempo que habremos pasado frente a este aparato es incalculable, compartiendo momentos y mirando los programas que nos gustaban.
Cuando abro los ojos entre dormido veo el clásico "hormigueo" y escucho ese ruido ensordecedor que hace la tele cuando termina la programación. Me parece ver el rostro de Ethel en el televisor, pero debe ser un sueño, también me parece oír su voz a lo lejos, pero con el ruido de la tele no se oye claramente. Creo escuchar mi nombre "Robeeeeeeeertoooooooooo" como un susurro, pero el sueño me vence y cuando me despierto apenas recuerdo el episodio de la madrugada.
Me despierto con un dolor de cabeza insoportable, necesito un anagésico. Recuerdo que a Ethel no le gustaba que me automedique, pero Ethel ya no está. Voy al botiquín a buscar algo que pare ese dolor, estoy llegando y suena el teléfono, parece que todos los ruidos fueran más fuertes de lo normal, corro a atender ese aparato del demonio para que deje de sonar. Es el llamado diario de Mara, para comprobar que estoy bien, que no intenté suicidarme. No voy a negar que no lo pensé, que no medité una y mil formas de hacerlo, dejando la llave del gas abierta o respirando monóxido de carbono, pero no soy tan valiente, o cobarde, según desde donde se lo mire. Atiendo el teléfono y a pesar de mi dolor de cabeza la dejo tranquila. Me tomo el analgésico y voy directo a buscar las bolsas con ropa para llevarlas a la iglesia, que queda a unas cinco cuadras. No recuerdo la última vez que caminé por el barrio. Los vecinos, la mayoría unos chusmas, me miran con curiosidad y me saludan. Algunos se atrevieron a preguntarme hacia dónde iba, ya que verme transportar dos bolsas de consorcio les llamaba la atención. Esquivo las preguntas con un "estoy muy apurado". No me importa quedar como un antipático, prefiero eso a tener que dar explicaciones. Pensaba que tendría que haber ido en auto para evitar las miradas, cuando llegué por fin a la iglesia. Sinceramente nunca fui religioso, sólo soportaba ir a la iglesia todos los domingos por Ethel, ella sí era creyente. A mi nunca me cerró la religión, por más rezo que haya, de un día para el otro ¡pum! se va la persona más buena del mundo. El cura está acomodando el altar luego de la misa y al verme se le dibuja una sonrisa. Se acerca y me dice: "te esperaba hace mucho por aquí". Para no ilusionarlo le digo enseguida que solo llevo algunas cosas para donar. Me conduce hacia la parte trasera de la iglesia donde guardaban todas las donaciones, no sin antes sugerirme un grupo de apoyo para personas que perdieron a sus seres queridos que se reúne todos los viernes. Le agradezco por compromiso, pero eso es lo que menos necesito en este momento. Vuelvo caminando a paso rápido hacia casa, no quiero cruzarme con nadie más, estoy cansado de las expresiones de lástima y las condolencias. Ya pasó un año y tres meses ¿La gente no se cansa de compadecerse de los demás?