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El problema no fue salir del Hospital San Benito.
El problema fue lo que salió después.
Valeria lo notó el primer lunes aparentemente normal de su nueva vida.
Estaba en la cocina, en pijama, peleando con una cafetera que claramente la odiaba, cuando escuchó el sonido.
Bip… bip… bip…
Se quedó inmóvil.
—No —dijo en voz alta, muy despacio—.
No. No, no, no.
La cafetera no tenía pantalla.
No tenía cables médicos.
No tenía por qué sonar como un monitor cardíaco.
El sonido se detuvo.
Valeria soltó el aire con una risa nerviosa.
—Ja. Bien. Perfecto. Trauma posthospitalario. Nada grave. Todo el mundo oye aparatos médicos imaginarios en su casa… ¿verdad?
Desde el pasillo, Octavio apareció despeinado, medio dormido, arrastrando los pies.
—¿Con quién discutes ahora? —preguntó—. ¿Con la tostadora o con tus demonios internos?
—Con ambos —respondió ella—. Y creo que van ganando.
Octavio bostezó… y entonces se quedó quieto.
Había un olor.
No a café.
No a comida.
A desinfectante viejo.
A metal.
A hospital.
Valeria lo miró de inmediato.
—Tú también lo hueles.
No era una pregunta.
Octavio asintió lentamente, con una sonrisa torcida que intentaba ser humor y fallaba por poco.
—Genial —murmuró—. O estamos teniendo una experiencia paranormal compartida…
—¿O? —preguntó ella.
—O San Benito nos sigue enviando recuerdos como quien manda postales.
Silencio.
Se miraron.
Y rieron.
Rieron demasiado fuerte, demasiado rápido, como gente que sabe que si deja de reír… empieza a gritar.
—Bueno —dijo Valeria—. Al menos ahora el terror viene con café.
Octavio la abrazó por detrás, apoyando la barbilla en su cabeza.
—Mientras estemos juntos, podemos con esto.
El problema fue que, al decirlo, la luz del pasillo parpadeó.
Una vez.
Dos veces.
Y durante medio segundo, el pasillo fue más largo de lo que debía ser.
Valeria parpadeó.
—¿Eso… eso siempre fue así?
Octavio tragó saliva.
—No.
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Más tarde, en el pueblo, la normalidad era una actuación mediocre.
La gente sonreía demasiado.
Nadie mencionaba el hospital.
Y sin embargo, todos sabían exactamente dónde estaba sin mirar.
Mateo los alcanzó frente a la tienda.
—Ey —dijo—. ¿A ustedes también les pasó?
—Define “les pasó” —respondió Valeria.
Mateo bajó la voz.
—Anoche… juraría que mi baño tenía una cortina de hospital.
(silencio)
Y alguien toció detrás de ella.
—Mateo —dijo Octavio con una sonrisa tensa—. No tienes baño con cortina.
—Ya lo sé —respondió—. Ese es el problema.
Rieron otra vez.
Humor negro.
El tipo de humor que se usa cuando la alternativa es correr.
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Esa noche, Valeria soñó.
No estaba en el hospital.
Estaba en su casa.
Pero las paredes eran blancas.
Demasiado blancas.
Y una voz —suave, conocida, paciente— susurró:
—No te fuiste.
—Solo cambiaste de habitación.
Despertó sobresaltada.
Octavio estaba sentado en la cama, despierto.
—Yo también lo escuché —dijo antes de que ella hablara.
Valeria lo miró, el miedo apretándole el pecho.
—Octavio… ¿qué pasa si el hospital no nos dejó ir?
Él la miró con algo distinto en los ojos.
No terror.
Culpa.
—Valeria… —dijo despacio—.
Creo que nunca te conté cómo morí realmente.
Silencio.
En algún lugar lejano —o tal vez no tanto—
una camilla chirrió.
Y el hospital, paciente como siempre, esperó.
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