El huésped interno

Prólogo

El recuerdo del accidente nunca se disipó. No importaban los años, ni las estaciones, ni la voz de su madre que intentaba convencerlo de que debían seguir adelante. La memoria no se borra cuando está grabada a fuego. Aquella noche le marcó como una cicatriz invisible, abierta para siempre.

Todo comenzó en el trayecto para la celebración de cumpleaños de Eloy. Cumplía siete años. Su padre conducía con la tranquilidad de quien confiaba en el mundo. En el asiento del copiloto se encontraba su madre, al igual que Eloy, veían a través de la ventanilla, pasar las luces difusas como pinceladas en la oscuridad. Había algo cálido en ese instante: la seguridad de la compañía, la sensación de que nada podía romperse. Pero la vida siempre encuentra grietas en las certezas.

El golpe fue tan repentino que apenas tuvo tiempo de entenderlo. Un destello, un frenazo, y un rugido metálico que provocaba el vehículo, deformándose bajo una fuerza bruta. El cristal estalló en fragmentos. El aire se lleno de polvo, humo y gritos. Recuerda su propio nombre, dicho de una forma ahogada, rota. Era la voz de su padre. Y después... silencio.

Eloy salió del coche arrastrándose, entre trozos de vidrio y metal. Tenía las manos cortadas, la respiración entrecortada, los ojos nublados. Lo primero que vio fue a su madre, intentando salir del vehículo al igual que el estaba haciendo, pero, al girar la cabeza, lo vio: su padre atrapado, inmóvil, con el rostro pálido. Quiso alcanzarlo, pero en ese momento su cuerpo no pudo más y cayó en una oscuridad profunda, escuchando de fondo un torbellino de sirenas.
La muerte se instaló en él esa noche. Lo notó por primera vez en el hospital, cuando lo envolvieron en mantas y vendaron las heridas. Un vacío pesado observaba desde su interior, como si alguien más respirara en su pecho. No estaba solo, desde ese instante lo supo.

Los días siguientes se convirtieron en un ritual oscuro y de sombras. Todos le daban el pésame, todo el mundo le hablaba de fortaleza y del futuro. Eloy apenas escuchaba. Cada palabra le parecía ajena, como si fuesen voces filtradas a través de un muro invisible. Pero había otra voz, una que no necesitaba labios para pronunciarse. Le hablaba en silencio. En los rincones mas oscuros de su mente. No era clara, no era humana, pero estaba allí. Y con ella llego la certeza: el accidente no solo le había rebato a su padre, también había abierto una grieta.

Una grieta por donde había entrado algo.

Tenía la confusión instalada en sus pensamientos, con el paso de los días, desapareció, incluso olvidándolo. Pero no sabía que ese algo nunca lo abandonaría.




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