El hombre sin nombre, o mejor dicho, el hombre con muchos nombres ridículos inventados por la prensa, se consideraba un artista. Su lienzo era la carne, su pincel el escalpelo, y su obra maestra, el momento de la verdad que solo él presenciaba. Llevaba más de una década perfeccionando su arte, dejando un rastro de cuerpos y un caos de teorías. La policía lo había bautizado con apodos tan triviales como "El Silencioso" o "El Coleccionista de Sombras", nombres que él despreciaba por su falta de imaginación. Él era la precisión, la planificación, la manifestación de la voluntad absoluta.
Buscando un nuevo escenario para su próxima obra, había viajado a lo profundo del continente, guiado por un mapa de carreteras desactualizado y un vago rumor de una comunidad olvidada. Encontró Oakhaven, un pequeño pueblo tan insignificante que ni siquiera figuraba en la mayoría de los atlas. Era un lugar donde el tiempo parecía haberse estancado, envuelto en un velo de niebla perpetua y árboles centenarios. Las casas, hechas de madera oscura y piedra, parecían parte del paisaje mismo, con tejados cubiertos de musgo y ventanas que observaban al recién llegado con una indiferencia pasiva.
Perfecto.
No hubo preguntas cuando se presentó en la única posada que también actuaba como oficina de alquiler de cabañas. Un anciano con ojos cansados y manos nudosas simplemente aceptó el fajo de billetes que el hombre le tendió, cubriendo seis meses de renta por una cabaña aislada en el borde del bosque. La privacidad era absoluta, el silencio era total. Nadie preguntó por su nombre real, por su ocupación, ni por la razón de su larga estancia. Oakhaven, al parecer, tenía una política de "ver, no preguntar". Para él, era la hospitalidad ideal.
El asesino, que ahora adoptaba el nombre de "Arthur Penhaligon" en su mente, desempaquetó sus herramientas, que viajaban discretamente en un forro doble de su maleta de cuero. Pasó los primeros días adaptándose al ritmo lánguido de Oakhaven. Se disfrazaba, no solo para evitar ser reconocido, sino porque disfrutaba el juego de la identidad. A veces era un ornitólogo con binoculares, otras un pintor de paisajes con un caballete portátil. Su atuendo más frecuente era el de un escritor bohemio, con gafas de montura redonda y un cuaderno viejo en la mano, buscando "inspiración" en la tranquilidad del lugar.
Observaba. Siempre observaba. La gente de Oakhaven era simple, predecible. Hasta que la vio.
Ella paseaba por el sendero del mercado con una ligereza que contrastaba con la pesadez de los lugareños. Era joven, de cabello tan oscuro como la noche de Oakhaven y ojos de un tono aguamarina que destellaban con una inteligencia oculta. Llevaba ropas sencillas, pero su presencia irradiaba una fuerza silenciosa. No era la belleza convencional de sus víctimas anteriores; era algo más. Un brillo. Un desafío.
Ella llamó su atención.
Arthur comenzó a seguirla, con la misma meticulosidad de un depredador que acecha a su presa más codiciada. Cada día, sin que ella lo notara, se convertía en una sombra, un susurro en el viento. Memorizó sus horarios: la salida al amanecer para recolectar hierbas en el bosque, su breve paso por el mercado, las horas que pasaba trabajando en lo que parecía ser una herbolaria artesanal.
Descubrió dónde vivía, una revelación que lo hizo sonreír con deleite. Su cabaña. Era la cabaña vecina a la suya. No demasiado cerca como para comprometer la privacidad, pero lo suficientemente próxima como para sentir una conexión siniestra. Se encontraba a unos doscientos metros, separada por una densa franja de pinos.
La cabaña de ella era pequeña, rústica, con una chimenea de piedra y un jardín silvestre que contrastaba con los jardines de rocas y musgo del resto del pueblo. Parecía un lugar sacado de un libro de cuentos. Perfecto. El asesino no tendría que molestarse en transportar el cuerpo.
Pasaron las semanas, y Arthur Penhaligon tejió su plan con la precisión de una araña. Sabía los momentos de soledad de la joven, los pequeños hábitos que la hacían vulnerable. La ventana trasera, que ella siempre dejaba ligeramente abierta para que el aire fresco del bosque circulara, se convirtió en el punto focal de su estrategia. Un descuido tan simple, tan hermoso.
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Editado: 24.10.2025