El Huésped Silencioso

Capítulo 2: La Trampa Abierta

Llegó el día. Arthur se despertó antes del alba, su corazón latiendo con una emoción fría y calculada. Se vistió con sus ropas de trabajo: botas suaves para no hacer ruido, guantes de cuero fino, una camisa oscura que se fundía con la penumbra. Sus herramientas, limpias y afiladas, guardadas en una bolsa discreta.

El aire de Oakhaven era denso con la niebla matutina. Los árboles, sombras gigantes, observaban su paso silencioso. La cabaña de la joven se alzaba como un faro de inocencia en el corazón del bosque.

El plan era simple, elegante. Entraría por la ventana abierta, prepararía la escena. La joven regresaría de su paseo por las hierbas, y él la estaría esperando. No habría lucha, no habría gritos. Solo el silencio final, su obra maestra privada.

Llegó a la cabaña. La ventana trasera, como esperaba, estaba abierta, un rectángulo oscuro invitando. Arthur sonrió, su aliento formaba una pequeña nube en el aire helado. Era la primera vez que entraba en el santuario de su próxima víctima. La familiaridad era inquietante, la intimidad artificial de semanas de observación.

Con la habilidad de un gato, empujó la ventana para abrirla un poco más. Se deslizó por la abertura, sus pies aterrizaron suavemente sobre el viejo suelo de madera del interior.

Pero cuando sus botas tocaron la madera, no sintió el firme contacto esperado. Sintió... algo más. Una sensación de succión. Como si la cabaña misma fuera un ser vivo que respiraba.

Un sonido. No era un crujido de madera vieja, sino un murmullo bajo, profundo, que parecía venir de debajo del suelo. El aire de la cabaña, que había esperado tranquilo y acogedor, se sintió denso, pesado, cargado con un olor indescriptible: a tierra húmeda, sí, pero también a algo antiguo, a moho, a carne que se descompone y a flores nocturnas.

Antes de que pudiera reaccionar, una oscuridad indescriptible brotó de las rendijas del suelo. No era una sombra, sino una sustancia. Una masa negra y viscosa que se aferró a sus tobillos con la fuerza de un ancla.

Arthur, el asesino sin miedo, el depredador supremo, sintió por primera vez en su vida una punzada de terror puro. Intentó soltarse, pero la sustancia lo arrastraba con una fuerza imposible. Era como si una mano invisible, gigantesca, lo jalara hacia las profundidades de la cabaña.

Cayó de rodillas, el impacto resonó en el silencio. Su bolsa de herramientas se deslizó de su mano, esparciendo el acero afilado por el suelo. Quiso gritar, pero la sorpresa y el pánico lo amordazaron.

La oscuridad, que ahora tenía una textura vagamente filamentosa, no lo soltó. Por el contrario, se enrolló a su alrededor, arrastrándolo inexorablemente hacia un agujero que se había abierto en el suelo con un sonido de madera podrida.

Arthur forcejeó, pateó, intentó clavar sus uñas en el suelo de madera, pero era inútil. La cabaña, que él había visto como un lienzo, ahora parecía tener hambre. Sus dedos se deslizaron sobre la madera como si fuera hielo.

Miró el agujero negro que se abría bajo él. De él emanaba un olor a cien años de polvo, a raíces de árboles y a la dulzura enfermiza de algo que se alimenta en la oscuridad.

—¡Qué demonios! —logró exclamar, su voz sonando hueca y patética, muy diferente de la que usaba para planificar sus crímenes.




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