El arrastre no duró mucho. Arthur se encontró cayendo por un túnel que no parecía natural, sino excavado con una intención macabra. Las paredes eran de tierra compacta, húmedas, y resonaban con el goteo de agua. El olor, una mezcla de humedad, dulce putrefacción y algo mineral, le llenaba las fosas nasales.
Aterrizó con un golpe sordo en un suelo blando y húmedo. Estaba en una cámara subterránea, inmerso en una oscuridad casi total. Lo único que podía ver eran las formas vagas de lo que parecían ser raíces gruesas colgando del techo, algunas de ellas pulsando con una tenue bioluminiscencia.
Intentó levantarse, pero su cuerpo no respondía. La misma sustancia viscosa que lo había arrastrado ahora lo sujetaba, inmovilizándolo contra el suelo. Era como si estuviera encadenado por un limo orgánico.
—No... no puede ser —murmuró Arthur, su mente, acostumbrada al control absoluto, se desintegraba ante lo desconocido. No había rastro de sus herramientas. No había escapatoria.
El murmullo que había escuchado antes se intensificó. Ahora eran sonidos. Roce, arrastre, y un chasquido rítmico, como algo masticando en la penumbra.
La bioluminiscencia de las raíces se hizo más brillante, revelando el verdadero horror de la cámara.
El suelo no era de tierra. Era una masa palpitante de raíces entrelazadas, de un color oscuro y espeso, que se movían con una lentitud consciente. Y entre las raíces, como perlas de un collar macabro, había cuerpos.
Cuerpos humanos. Algunos eran esqueletos blanqueados por el tiempo, otros conservaban jirones de ropa, otros estaban frescos, con la piel estirada y pálida, como si la vida hubiera sido succionada de ellos. Todos estaban entrelazados con las raíces, fusionados con ellas, como si hubieran sido absorbidos por la tierra misma.
Y en el centro de la cámara, donde las raíces eran más gruesas, había una forma más grande. Una criatura. No tenía una forma definida, sino que parecía ser una coalescencia de raíces y carne, con protuberancias oscuras que parecían ojos ciegos y una boca grande y redonda que chasqueaba suavemente.
La criatura era una raíz carnosa, una monstruosidad vegetal que se alimentaba de la vida. Y Arthur Penhaligon, el asesino silencioso, ahora era la próxima comida.
El olor dulzón se intensificó. Arthur se dio cuenta de que no era moho. Era el aroma de la savia. La savia que estaba siendo extraída lentamente de los cuerpos de las víctimas, la savia que ahora comenzaba a extraer de él.
Sintió un pinchazo. Las raíces que lo sujetaban comenzaron a penetrar su piel, pequeños filamentos que buscaban sus venas, sus órganos. El dolor no era agudo, sino una sensación de succión, de vacío que crecía dentro de él. Podía sentir su fuerza desvanecerse, su energía vital siendo absorbida.
El pánico se apoderó de él. Quiso gritar, quiso pedir ayuda, pero el miedo se lo impedía. El asesino que había silenciado a tantos ahora era el que estaba siendo silenciado.
—¡No! —logró apenas susurrar, mientras su visión comenzaba a nublarse. La criatura se movía, sus protuberancias oscuras se inclinaban hacia él, como si lo examinara.
Y entonces, escuchó un sonido desde arriba. El chasquido de la ventana al abrirse. El suave roce de unas botas en la madera.
La joven. La víctima. Había llegado antes.
Arthur, con la poca fuerza que le quedaba, intentó mover la cabeza para verla.
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Editado: 26.10.2025